Esa noche de perros el camión de la basura rechinaba sus ruedas de miseria al contacto con el asfalto, y alumbraba con la luz mortecina de sus faros el aluvión de agua que un cielo ofuscado derramaba sobre los contenedores que aguardaban repletos en la acera.

Llovía desaforadamente, con unas ganas inusitadas, y los charcos se formaban de prisa en la carretera. Fabio bajó de aquel trasto como el que descabalga un jumento. Se arrojó de la cabina poniendo un pie en el estribo de la puerta y aterrizó con sus botas de goma sobre un cúmulo de agua. Maldijo su estampa mientras se ajustaba en la cabeza un gorro de plástico, amarillo como el impermeable que ya llevaba. Por enésima vez repetía el mismo gesto. El sistema de cámaras que incorpora el camión para situarlo a la distancia exacta servía de poco en noches como esa; el agua, racheada por el viento enfurecido, le impedía calcularla con precisión y se veía obligado a descender del vehículo cada vez que llegaba a un nuevo encuentro con los desechos. Molestias propias del trabajo en soledad que desempeñaba desde hacía tiempo, reducción de plantilla de por medio.

Acumulaba ya un retraso considerable y temía no acabar a tiempo su errática jornada. Se lo había advertido a su jefe de turno:

– No me espere a mi hora, Contreras -le había dicho antes de comenzar el servicio-, que esta noche pintan bastos.

– Ya sabes que no te anotaré ninguna hora extra, si es que haces de más -le respondió el tal Contreras con una inflexión en el tono de su voz que delataba lo manido de una frase dicha tantas veces antes.

Fabio asintió con un gesto espontáneo, memorizado también en el subconsciente para ocasiones como esa: un ligero balanceo de cabeza, de arriba abajo. La rutina era igual para los dos. Esa que impone y obliga los años de tareas compartidas, las mismas de tantos trabajadores de tantas empresas del orbe. Aprovechó la ocasión para recordarle que había pedido un anticipo de dinero para el día siguiente, no fuera a olvidarlo. Y partió hacia el destino de esa noche, el que lo dejaría horas después en el comienzo de nuestro relato.

Allí seguía, examinando en el río de la calle la exactitud del amarre de su barco, ‘la nave del desperdicio ciudadano’, como llamaba a su vehículo en esas noches aciagas y depresivas de su trabajo. La maniobra había sido la correcta y parecía que no iba a acumular más retraso, pero de regreso a la cabina se detuvo en seco, en seco sobre mojado. Sus ojos se fijaron en un objeto que alguien había dejado sobre la acera en vez de arrojarlo al depósito. Nada raro, ocurría en todos lados.

Pero aquello no era una bolsa de basura, ningún resto orgánico, sino una especie de vasija de cerámica verde que parecía un gato, un gato verde sentado cuando se le ve de espaldas, pequeña la cabeza y el cuerpo ancho y sin pescuezo, sin asas para cogerlo. Se agachó renegando de su suerte y tuvo que quitarse los guantes de seguridad para levantarla. Sus manos mojadas resbalaron sobre la loza empapada y a punto estuvo de estrellarla contra el suelo. Se puso en cuclillas y le dio un abrazo, la apretó contra su tripa y se incorporó con sumo cuidado. Tanto cariño, pensó, no había puesto en nada ni en nadie desde hacía años. Sacudió la cabeza de izquierda a derecha (zig, zag) y ahuyentó de ella los goterones de lluvia y sus pensamientos. Bastante melancolía había ya en la oscuridad de la noche.

Llevó aquel jarrón hasta la puerta de la cabina, lo depositó en el asiento y subió ligero. Miró el reloj y maldijo su suerte: el tiempo seguía jugando en su contra. ¡Cuánto estrés! En situaciones como esa era cuando más añoraba al compañero que la tecnología mandó al paro hacía un año. Lo sustituyeron por un camión robotizado, el último adelanto. Acabó hablando con él, aprendió su dialecto.

Por qué estaba haciendo todo aquello? ¿Por qué (ahora era consciente) no arrojó aquel chisme a la basura y decidió (está claro, fue inconsciente) llevarlo consigo… a dónde, hasta cuándo? Ganas le dieron de volver a bajar y arrojarlo a las fauces de la tolva para que lo destruyera. Reanudó la marcha jurando en arameo: ‘soy un incauto, un ingenuo’. En su cabreo condujo como un cieo. No vio, ni siquiera miró, el estado de los puertos de inmundicia que siguieron. Hizo como un autómata los vuelcos que le restaban hasta destino, sin fijarse en nada, sin bajar del camión, a ojo de buen cubero, y llegó a tiempo. Su enojo surtió efecto y el diluvio había cesado. Aparcó, fichó, se cambió de ropa y partió veloz en su destartalada motocicleta.

Cuando llegó a casa observó con detenimiento el recipiente y por un momento pensó que podía ser su salvación, una especie de lámpara de Aladino con tres deseos. Vio por primera vez su boca grande, acallada por un tapón de silicona. La agitó entre sus manos y notó un vaivén extraño en aquella panza verde, como si algo reptara en su interior buscando la salida. Amagó con abrir el tapón que la obstruía, pero se detuvo a tiempo. ¿Para qué quería liberar al genio si no tenía deseos? ¿Qué le iba a pedir a aquel bichejo? Salud tenía mucha. Amor no quería. Dinero… Claro, ¡dinero!

Lo despertó un estrépito, un estruendo de miles de monedas rodando, chocando y cayendo. ¿O qué era aquello? Aguzó el oido: el ruido era de cristales. Lo que interrumpió su sueño fue la música de una sonata estridente de cristales rotos, la que interpretaba un colega suyo al vaciar en la calle el vidrio de un contenedor verdoso, de boca ancha, tripa gorda y sin pescuezo, un gato gigantesco sin asas para cogerlo.

Tendría que darse prisa o llegaría tarde. La lluvia arreciaba y Contreras podría enfadarse. Comenzaba la jornada de nuevo

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