Deliberada imprudencia

Deliberada imprudencia

Desperté en la camilla del hospital boca abajo. Me dolía tanto el sacro que mis lágrimas salían a borbotones, empapando la sábana. Supliqué a las enfermeras que por favor me suministrasen alguna sustancia que aliviase aquel terrible dolor. A mi mente, abotargada por la anestesia volvían las palabras del día del juicio.

¿ Es usted traumatóloga?- le inquirió mi abogado con voz solícita y firme. La pregunta a la que debía responder la doctora era sencilla. No obstante, mantuvo un silencio de dos segundos. Tragó saliva, respiró profundamente y contestó que era médica de familia. Mi abogado fue acorralando a la declarante y le preguntó si ella no era traumatóloga ¿ qué le había llevado a diagnosticar el alta médica a ese paciente al que se le acababa de revelar mediante resonancia magnética tres voluminosas hernias discales, localizadas entre la L5 y la S1?

Habían pasado más dos años desde la primera intervención quirúrgica en mis vértebras y apenas unas semanas de la celebración del juicio en la que mi abogado debía constatar que el accidente fue ocasionado por la mala praxis y la falta de ética profesional de dos de los doctores de la mutua a quienes nunca se les exigió una especialización en traumatología. Las imágenes y las palabras continuaban proyectándose en mi mente obsesivamente, incrementando mi sufrimiento.

Prosiguió argumentando el letrado, mirando fijamente a la médica de familia. Como profesional de la salud que es, su conducta negligente ha provocado un daño irreversible en la columna vertebral de mi cliente, condenándole al dolor permanente y a la incapacidad total. Acaso, ¿ la mutua le presionó para que usted tomase la decisión de darle el alta médica al trabajador? ¿ no tuvo en cuenta que la incorporación a su trabajo en el que debía cargar con gran peso perjudicaría el estado de las hernias de disco? ¿ no consideró que hubiese sido más beneficioso que el paciente fuese rehabilitándose de esas lesiones que a día de hoy son irrecuperables?

Las grapas me tiraban. Sentía que alguien hurgaba en mi sacro. Era tanto el dolor que por unos instantes deseé que todo concluyese. Nuevamente, la voz de la doctora perturbaba aquel silencio de la zona de reanimación, taladrándome el cerebro. Ansiaba que ella soportase una situación similar a la que yo estaba padeciendo. Una enfermera se acercó a mí, agarró fuerte mi mano y secó mis lágrimas. Sus dulces palabras alentaron la amargura de aquel insoportable trance. Me administró morfina.

Interrumpí bruscamente el sueño sin saber cuánto tiempo había transcurrido. Continuaba en aquella habitación en la cual las enfermeras cada tanto venían a ver cómo íbamos abandonando la somnolencia de la anestesia tras la intervención quirúrgica. Comencé a sentir mis piernas, pero no lograba percibir la sensibilidad del dedo meñique del pie izquierdo. Mis temores aumentaron.

Ahora entró en escena el médico de la mutua con el que hice varias semanas de rehabilitación, tras conocerse el estado lamentable de mis hernias de disco. Durante su declaración evitó mirarme. Tampoco lo hizo cuando abandonó la sala del juzgado. A la pregunta que le efectuó mi abogado sobre cuál era su especialidad médica, contestó: médico de familia. A la cuestión cómo había valorado positivamente la rehabilitación y firmado junto a su colega el alta médica conociendo la delicada situación de las vértebras del trabajador, se reafirmó en su forma de proceder, alegando que el paciente claramente podía cargar y descargar peso llevando una faja en la zona lumbar.

El juez y el tribunal me miraban impertérritos intentando sacar sus conclusiones para una vez escuchados todos los testimonios y acreditadas todas las pruebas dictar sentencia y finalizar su trabajo. Volví a mover los dedos de los pies, a ver si recobraba toda la sensibilidad. Continuaba sin sentir mi pequeño meñique. Quería despertar de aquella pesadilla y sobre todo deseaba volver a caminar cuanto antes.

El olor de la estancia me hizo recordar la primera operación. Llevaba trabajando sin poder erguir mi columna más de dos meses y aquel fatídico día cayó sobre mí una carga de más de ciento cincuenta kilos. Mis compañeros de trabajo me llevaron a urgencias. El equipo de traumatología de la sanidad pública, decidió que debían realizar la intervención cuanto antes. No tuve tiempo de pensar, la situación era extrema. Al día siguiente de producirse ese accidente recibí un burofax en el que la empresa para la que trabajaba me comunicaba que estaba despedido.

Ahora debía revivir nuevamente un periodo innombrable e insufrible de mi vida, los días contiguos a la operación. Mi primer posoperatorio fue durísimo. Estuve más de dos semanas postrado en la cama hacia abajo, dependiendo de la amabilidad y profesionalidad de aquellas enfermeras que hoy volvería a encontrar. ¡Otro posperatorio que superar! En apenas unos instantes me sentí el ser más ínfimo de la tierra, desalentado. Prefería no despertar y no enfrentarme al periodo tan doloroso que me esperaba. Sentí tanta vulnerabilidad como impotencia. Otra vez, la dependencia extrema. No poder ir al baño. Las inyecciones para que no se produjesen trombos. Permanecer estático boca abajo para no perjudicar la zona lumbar. En esos instantes no encontré con qué ilusionarme, ni siquiera me estimuló volver a recobrar mi total movilidad.

Sin embargo, entre aquel desfile de emociones turbias y desalentadoras, consideré la posibilidad de que alguna vez me cruzaría con aquel doctor o aquella doctora, que negligentemente cambiaron mi vida. Entonces de ser humano a ser humano, les preguntaría mirándoles a sus ojos y explicándoles quién era aquel desconocido que acababa de pararles en plena vía pública: – ¿Usted puede dormir sabiendo que por cumplir con su trabajo en la mutua le arruinó la vida a una persona con tan solo treinta y ocho años?

Esa fue mi motivación en aquellos inciertos y desoladores días en los que me debatía entre la negritud de mi ser, el dolor de mi cuerpo y la desgana existencial por saberme víctima de una deliberada imprudencia médica.

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