Santo súbito, el gazpacho caliente

Santo súbito, el gazpacho caliente

Octavio Vedia

06/06/2017

El edificio, donde yo trabajaba como vigilador nocturno, era lo que suele decirse «un lugar gay friendly». Muchos vecinos eran residentes, otros alquilaban temporalmente. Aunque nunca había estado en un sitio como ese, no me sentía incómodo; era un trabajo.

Después de un mes, me eran familiares los perros enanos, la música Gay Pride Party y las reuniones de las «chicas» en el hall de la entrada, antes de salir a una fiesta. El único escollo, que afrontaba, era la chica filipina del quinto piso. No era ella, en realidad, sino su trabajo. Recibía a los clientes en su piso, y no era agradable toparse tan a menudo con caras raras. Además, ninguno de ellos estaba gustoso de ser registrado por una cámara de seguridad, o de dejar sus datos en un libro de actas.

Dentro de estos personajes había dos grandes exponentes: por un lado, el superado. Este tipo de feligrés entraba sonriendo y haciendo bromas, con cara de «vengo a comprar el pan un lunes a las siete de la mañana, y aquí no pasa nada». Te daba la mano, el documento, y si podía, te invitaba a tomar unas cervezas. Creo que debía asumir que, haciéndolo de ese modo, pasaría más rápido; y que tal vez la próxima, lo dejaría pasar sin más papelería de por medio. En el otro extremo, el perseguido. Este pretendía entrar como dueño de casa; pero si le dabas a elegir, prefería hacer un túnel hacía la recámara de la doncella, con tal de no pasar por un registro de ingreso. Hacía su entrada con cara de malo de película de narcos, y a la solicitud de datos, contestaba con preguntas que sonaban a quejas: «¿Documentos para qué?» o injerencias sobre mi trabajo: «¿Usted de qué empresa es?», «antes no pedían nada».

En medio había de todo. El que aclaraba a cada rato que venía por primera vez; el inseguro: «¿Documentos? No sabía… no los traigo… pasaré otro día…»; El empresario vip, este venía de traje y con un maletín.

El denominador común en todos era una necesidad de justificar que no era inmoral lo que hacían. El problema era que no podían explicárselo a ellos mismos.

Una tarde conocí a un hombre fuera de toda clasificación. Este viejito pasó evadiendo la portería, como si no hubiera visto a nadie allí sentado; iba directo al ascensor.

—¡Buen día, señor! —Fue mi saludo y llamado de atención.

Se movía tan lerdo que parecía una tortuga gigante, obesa e hipertensa. De afuera ya vino colorado, pero adentro la cosa fue in crescendo.

—¡Buen día! —dijo, en voz bajísima— Voy al quinto C.

No quería ni asomarse. El hombre ya había cruzado hacia «medio campo»; el ascensor. No iba a retroceder, apenas se inclinaba para hablarme.

—Acérquese, por favor —le dije.

El pobre frunciendo la cara, con un atisbo de espanto, y viendo que no le quedaba más remedio, se acercó titubeando; revisaba, en el trayecto, sus bolsillos, como quien hace una tarea a regañadientes.

—¿Documentos? —Pregunté.

Ya parado frente a mí, sudoroso, y con el rojo en sus mejillas y frente, me dijo:

—¡No traigo documentos! —fue casi una escupida. Al tipo le brotaba humedad de toda glándula.

—Lo lamento, no se puede ingresar sin identificación; DNI, pasaporte. Lo que tenga.

Miraba el piso, la entrada, a cualquier parte. Yo lo observaba, esperando alguna acción, que dijera algo. Mas, como vino se fue. Sin mirarme.

A las siete y media, cuando caía la noche, fui a cerrar la puerta con llave —era parte de mi rutina—. Para mi sorpresa este señor estaba parado afuera, mirando hacia adentro con cara lastimera, como uno de esos perros de la calle. Me asomé diciendo:

—«Caballero», ¿me trae los documentos? —Fue por cortesía que pregunté. Porque mi certeza era que, este anciano, había estado casi una hora merodeando por fuera, especulando con la posibilidad de entrar sin que yo lo viera.

Ya en mi escritorio, volví a solicitarle documentos.

En tono persuasivo, dijo:

—No tengo, déjeme pasar por esta única vez.

—No puedo hacer eso. —Contesté sin remitir.

—Le juro que no voy a matar a nadie —dijo riendo.

Mi respuesta fue el silencio. Dejando el bolígrafo, me crucé de brazos y le lancé una mirada que decía: «no me interesa que tan “pobre viejo” seas, de aquí no pasas sin documentos».

El tipo, al ver mi reacción, empezó a ponerse aún más rojo. Ya no eran sus mejillas y frente, era todo su rostro. Su cara era de mucha preocupación; una angustia sofocante. Quiso hablar, pero nada salió de su boca.

Hasta que por fin sacó de una cartera, atiborrada de papeles amarillentos y con olor a viejo, una libreta marrón.

—Es mi libreta de enrolamiento, pibe. —Dijo, con voz deshecha y enojo.

Parecía un documento rescatado del pecio del Titanic. Hojas pegadas y carcomidas, letras borradas. No podía entender con exactitud nada, así que empecé a demorar el trámite.

En eso, su paciencia se agotó:

—¡Dale nene! apuráte—dijo, golpeando la mesa con poca fuerza.

Me preocupé cuando vi el escritorio salpicado con harto sudor. Decidí pedirle que me dictara los datos, pero fue peor. Su apellido era impronunciable, parecía alemán.

—Evaristo, ¿me reitera sus datos, por favor? —solicité, ya más condescendiente— ¿Me puede deletrear su apellido? —insistí.

Pude ver que algo andaba mal en él cuando su rojo habitual cambió a un púrpura con parches pálidos; el sudor lo bañaba. Lo más alarmante fue su respiración, cada vez más sibilante.

Se tomó el pecho y se desplomó tras pocos segundos.

Por única vez, en este empleo, tuve que reportar un óbito. En el libro de actas escribí:

«8:00 p.m. En el servicio de la calle Esmeralda 486, fallece a raíz de una descompensación, el Sr. Evaristo G, de 78 años, visitante de la Srta. Jocelyn M.7:55 p.m. Llega una ambulancia del SAME. Es inspeccionado en puesto 1, por el Dr. Manuel T. Causa del deceso: infarto fulminante con muerte súbita.».

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