Recorrido anecdótico

Recorrido anecdótico

Vicen Garcia

06/06/2017

-¡Un paro!-grité mientras apretaba el botón de emergencias. La adrenalina corría por mis venas mientras acercaba el carro de paros al box. A mi espalda escuchaba los pasos acelerados de los médicos dispersándose la tensión para dar espacio a la actuación protocolaria estandarizada.

Recordé como había llegado hasta ese momento. En mis años adolescentes había deseado dedicarme a la abogacía o al periodismo, sin embargo un matrimonio precipitado, un divorcio absorbente y la hospitalización de mi hijo por un accidente casero me condujo hacia las curas de enfermería.

En mis primeros años recuerdo con agradecimiento a esa supervisora que me obsequió con un reloj ante mi reiterada costumbre de llegar tarde, que yo justificaba ante mis compañeras con una desafiante sonrisa:

-Lo siento, no llevo reloj.

Las mismas que me comunicaron con una sonrisa de complacencia que la supervisora había dejado un sobre para mi en el tablón de anuncios y que asistieron atónitas al descubrimiento del obsequio junto a una nota: «Me han comentado que no tienes reloj». Por descontado no cabe añadir que no he vuelto a llegar tarde en mi vida.

Años más tarde en otra ciudad y otro servicio, otra supervisora no se separó de mi camilla cuando fui ingresada en urgencias por una fuerte bronquitis, acomodándome continuamente haciendo honor a su vocación de cuidar. No sería la última vez que me hiciera sentir reconfortada por sus cuidados ejemplares.

Años más tarde en una nueva y enriquecedora experiencia recorrí la ciudad prestando servicios a particulares cosa que me permitió valorar al paciente desde una perspectiva mucho más íntima y global, salvaguardando los obstáculos que implica marcar la diferencia entre los cuidados y una mayor proximidad que en ocasiones crea equívocos por parte del paciente.

Recuerdo el caso de una esposa absolutamente devota y dedicada que colaboraba cada día en los cuidados de su maltrecho marido mientras no dejaba de repetir:

-Es un santo, un santo.

Una tarde mientras acababa de curarle los bordes lacerados de la colostomia, sus labios se acercaron tanto a los míos que tuve que retirarme dejando caer los apósitos al suelo. En ese momento su esposa entraba presta a colaborar como siempre con esa devoción absoluta, recogiéndolos mientras no cesaba de repetir su consabida octavilla:

-Es un santo, es un santo, un esposo ejemplar. (Frase que la oí repetir años más tarde cuándo precisó de mis cuidados ella misma en otra institución, mientras abrazaba junto a su pecho el retrato de su fallecido esposo).

En otro servicio recuerdo haber asistido atónita al despido de una compañera con la que compartía las horas y al preguntar por las razones no pude cejar en mi asombro cuando el cliente, un hombre obeso, calvo, paticorto y con mirada obscena espetó con toda naturalidad:

-Es muy fea, es un monstruo.

En otra ocasión la paciente era una encantadora ancianita que vivía con su marido, un hombre desagradecido y malhumorado que no dejaba de pasearse por la casa dando portazos y lanzándome sus camisas para planchar confundiendo mis funciones.

. Era un servicio desagradable y mal pagado pues me lo habían endosado como un caso en riesgo de exclusión social a pesar de que nunca entendí como no faltaban nunca los mejores ingredientes en la cocina o porque debíamos de soportar el sofocante calor de la calefacción a toda pastilla que sobrecargaba un ambiente ya sobrepasado por los continuos ataques coléricos y la falta de educación.

El hombre era autónomo, tan sólo necesitaba ayuda para ponerse los zapatos. Una mañana al comprobar que excedía su estancia en el baño, me dispuse a golpear la puerta con suavidad y preguntarle si necesitaba mi ayuda, a lo que respondió al otro lado de la puerta con un hilo de voz temblorosa:

-Claro que necesito ayuda. Me he cagado y estoy aquí envuelto en mierda y lo peor de todo es que…¡no puedo quitarme los zapatos!

En este momento no puedo evitar recordar el comentario de una compañera en mis inicios:

-Una auxiliar no sólo limpia culos, también salva vidas.

Y no puedo evitar recordar en mis inicios la primera vez que liberé la vida aérea del acompañante de un paciente que se estaba ahogando con su propia dentadura, la lancé tan lejos como si en ello me fuera la vida. Nadie me agradeció nada cuando el hombre logró recuperarse, les dejé absortos en la búsqueda de la dentadura, y de ello aprendí a actuar con más cautela.

Amo mi profesión a pesar de todo.

-Ya vuelve!_oigo en el box, volviendo al presente. El paciente del paro ha remontado y no puedo evitar esbozar una sonrisa de complacencia mientras mis ojos se humedecen, y recuerdo a Confucio: «Escoge un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar un solo día de tu vida».

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