Su familia lo intenta, sus amigos, y también el médico psiquiatra, la psicóloga… yo. Todos.

Pero él no se deja convencer. Su hiperactividad mental y su elocuencia disparada busca y encuentra mil argumentos. «No me creen», se dice, «no me creéis», nos dice, con su verborrea querulante.

No me entendéis. No me pasa nada; no os preocupéis, ¡estoy bien, mejor que nunca!

Se siente fuerte, poderoso, arrebatador y seductor. No necesita a nadie ni a nada.

Ni necesita dormir, dormir para él es perder el tiempo; y el tiempo se le escapa entre los dedos de la manos. ¡Y vosotros, vosotros también me lo hacéis perder!

Café, tabaco, alcohol y más drogas, que siempre pasaron de largo, ahora lo reclaman, siendo ahora sus únicos aliados.

«Quiero contemplar las flores de la noche; y probar los manjares de la vida; no me lo quiero perder y…, y…, y quiero sentir el sol en mi piel, me da fuerza. A vosotros os falta, porque estáis robotizados, tristes, corderitos de la sociedad, marionetas conscientes», nos dice.

Si no tenéis mi energía no es culpa mía. Yo creo que en realidad todo es envidia, sí, eso es, tenéis envidia de mí.

Cuando la realidad dicta, que esa llamativa vitalidad es el camino hacia el resquebrajamiento de su vida. Y yo, también estoy aquí para intentar convencerlo, para acompañarle, para ayudarle.

Pero yo no puedo lo que él puede.

Yo puedo hablar con los pájaros, ellos me entienden, me respetan, me siguen. Puedo leer en el eco de las tormentas, me traen mensajes de aquí y de allá. A veces me confunden, pero por eso, por eso debo seguir escuchando. Y que no me digan que no; ni tú, tú tampoco me digas que no. ¡Sois vosotros los que estáis equivocados!; ¡es que no lo ves?, ¡es que no lo ven?

Y pasa el tiempo. Y los días para él son eternos en sus devaneos con la vida, con los riesgos, casi con la muerte. Y fugaces, a la vez, esos mismos días con sus noches, en que suspiros de placer encuentra a cada esquina. Nunca son bastantes. Si dormís no veréis el beso de las estrellas con el sol naciente. Yo sí… yo sí lo veré.

Pero para nosotros, el tiempo se para. En la angustia de la impotencia, del miedo a perder la batalla. Y demasiado rápido pasa, a su vez, ese mismo tiempo, de esos mismos días y de esas mismas noches, engullido por la exacerbación de la enfermedad.

Lo tenemos que impedir, lo tenemos que convencer, lo tenemos que soportar también… Lo tenemos que traer de vuelta a casa, de vuelta su propio yo. Porque, mientras más tiempo pase en aquel, su universo lejano, más difícil será traerlo de vuelta al nuestro otra vez; al que es suyo también, el que quiere de verdad, aunque ahora no lo pueda ver.

* * *

El combate fue, otra vez, encarnizado; y la «derrota» tras la batalla le dejó, otra vez, mermado de fuerzas, sin dinero y sin aquellos falsos amigos.

Y ahora, la contienda es aún más dura: la de reencontrarse con los de siempre, los que siempre están a su lado, los que siempre estuvieron y estarán. Los que él pintó en el lienzo de los malos, cuando era invencible. Los que también, aún ganando, perdieron.

«Es porque soy débil, es porque no valgo nada; yo que me creía que…», se dice cuando todo ha cesado, cuando la tormenta calla, cuando ya ni le cantan los pájaros; cuando todo es gris; y sus tiempos, sus caminos, sus sueños… todo vuelve a ser como antes: «normal». Esa normalidad que él esquivaba, que no quería desde allí, desde aquel universo de conversaciones etéreas con sus propias neuronas. Pero esa que, probablemente, le haya salvado la vida una vez más.

No, no eres débil, eres un luchador.

Eres un HÉROE.

Por eso:

Vierte sobre mí tu agonía,

que si tuya, mía es;

y sirve en copa de cristal

el veneno que te mata y,

deja que beba contigo,

que si a ti mata a mi también.

Dame, pues, tu mano,

y deja que alcance contigo el dolor,

para que mi dolor

a tu dolor acompañe;

coge, toma mi mano,

y que así tu mano y la mía,

juntas,

sean solo una.

Enfermero especialista en Salud Mental.

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