Corrían los años cincuenta en un cortijo de la campiña sevillana.

La vida transcurría entre las arduas tareas de labranza de la tierra, sin mecanizar, y la apacible tranquilidad lejos de ruidos mundanales, que reinaba en la naturaleza.

Como cada mañana, a eso de las cinco, Francisco, un chaval de escasos doce años de edad, se preparaba para remangar la actividad de la finca, que se prolongaría hasta cerca de la puesta de sol.

Enganchaba sus vacas a la yunta y con paso firme y resuelto se disponía a arar la tierra de labor, para después transportar el grano en su carreta hasta la era, donde se aventaba y trillaba para su posterior almacenaje.

Su madre, una bella, joven y lozana mujer, Francisca, llevaba las riendas del hogar. Para que a sus hijos y marido no les faltase un plato en la mesa y una muda de ropa limpia; ella les preparaba la comida, lavaba sus vestimentas y adecentaba la casa.

A eso de las ocho y media de la mañana, exhaustos por la dureza del trabajo y las altas temperaturas veraniegas que ya empezaban a hacer justicia, Francisco y sus parientes paraban para tomar lo que, por entonces, llamaban el «desayuno». Este se podía componer de un plato de salmorejo majado, unos huevos fritos con patatas o lo que se conocía por la zona como «recadillo de patatas», que no era otra cosa que unas patatas guisadas con una salsa hecha con sofrito de cebolla, ajo, pan y agua.

Una vez repuestas las fuerzas, la vida en el campo no se detenía. Unos se dedicaban a barcinar las gavillas de las mieses y otros a trillar las parvas.

Francisca, que tampoco paraba de aquí para allá en sus quehaceres domésticos, les cocinaba con mucho mimo el almuerzo para que pudieran sestear un rato antes de continuar aventando parvas y envasando el grano.

La familia contaba con una pequeña granja en la que se mezclaban gallinas, gallos, vacas, cerdos, mulos y algún que otro perro. Con este humilde ganado y lo que obtenían por la cosecha, los cuatro miembros de la familia iban subsistiendo sin pena ni gloria.

De una vaca suiza que tenían, obtenían los productos de primera necesidad, leche y queso. Era una vaca muy querida que pasaba las noches a la intemperie, rodeada de mulos y de rocío.

Una noche de luna llena, estando la vaca paciendo apaciblemente, fue atacada y mordida por un perro abandonado que portaba el virus de la rabia.

Este suceso fue el desencadenante de una serie de desgracias para la familia.

De la noche a la mañana, todos sus miembros tuvieron que someterse a duras vacunaciones diarias durante doce largos días y a un período de cuarentena en el que se les prohibió completamente el contacto con el agua.

Francisca, que no cejaba en su empeño por cuidar de los suyos, antepuso su bienestar a cualquier peligro acechante. Un día, lavando las vasijas, se hizo un corte con una pieza rota. Sin ser consciente de la gravedad del asunto, continúo metiendo las manos en la pila de lavar hasta que un día cayó gravemente enferma.

Su familia la trasladó de urgencia en el transporte más veloz de la época, un carro tirado por mulas. Tuvieron que atravesar senderos abruptos, cubiertos de lodo y maleza hasta llegar al pueblo más cercano, donde se encontraba el médico.

Finalmente, el desconocimiento y la falta de medios poco pudieron hacer por salvarle la vida. Se apagó, tristemente, a sus veintiocho años de edad, dejando dos hijos huérfanos y un marido viudo.

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