INCIDENTE EN LA FÁBRICA

INCIDENTE EN LA FÁBRICA

Lourdes Martínez

01/06/2017

La sirena que indicaba el final de la jornada sonó atronadora en toda la fábrica. Óscar se levantó del taburete en el que permanecía clavado durante su jornada laboral repitiendo mecánicamente los mismos movimientos. Se sentía cansado y esperó un rato hasta que sus compañeros desalojaron el recinto. Observó la instalación y todas aquellas monstruosas máquinas que habían dejado de rugir. La cinta transportadora, cargada de piezas, estaba detenida y se perdía en la profundidad de la nave. Al final del recorrido, los aparatos acabados esperaban en las estanterías para pasar el control de calidad y su posterior embalaje. A la derecha, una escalera subía hasta una habitación acristalada y bien iluminada que servía de torre de control a Juan, el encargado jefe. Óscar lo vio de pie, con las piernas separadas, la cabeza alta, las facciones tensas y las manos en los bolsillos, haciendo la última inspección. Aquella mañana, lo había visto filmando a los operarios mientras trabajaban. “Estará maquinando nuevos suplicios para los trabajadores”, pensó.

En ese momento, Óscar percibió un fuerte olor a plástico fundido que le provocó náuseas y un ligero mareo al que no le dio importancia. Se dirigió hacia los vestuarios y al girar a la izquierda de la cadena de montaje, notó que la vista se le nublaba, tropezó, y quedó desplomado en el suelo cubierto por parte de la producción del día. Cuando volvía en sí, oyó una voz procedente de las alturas que fue rebotando de un lado a otro de la nave y la llenó con un eco machacón que le taladró los tímpanos:

—¿Quién anda por ahí abajo? —gritó Juan al oír el estallido del material roto. Miró y le pareció ver un cuerpo tumbado en el suelo cubierto de piezas.

—Soy Óscar, señor, el número quince —respondió aturdido mientras se quitaba todo lo que le había caído encima.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Juan con un marcado timbre autoritario— ¿Qué haces ahí tumbado entre motores y carcasas?

—Pues, la verdad es que no lo sé —le contestó Óscar con voz temblorosa, mientras intentaba incorporarse —. De pronto se me ha ido la cabeza y cuando la he vuelto a recuperar estaba tirado en el suelo entre los cacharros.

Juan notó cómo el corazón se le desbocaba en el pecho al ver aquel desorden y la falta de consideración de aquel mequetrefe hacia el valioso material que rodaba por el suelo.

—Óscar, no son cacharros, son piezas importantísimas para la fabricación de nuestros productos y deben tratarse con suma delicadeza para que no sufran ningún daño. Tu comportamiento irresponsable será sancionado y se te desquitará de la próxima nómina el valor de todas las piezas que hayas estropeado. ¡Vuelve a colocar cada cosa en su sitio! — lo reprendió Juan.

Óscar dudaba entre salir corriendo o enfrentarse a aquel déspota que lo estaba humillando. Tras ocho horas de trabajo no se encontraba en condiciones para replicar aquella decisión que consideraba injusta. Lo mejor sería callar y resignarse porque lo contrario podría acarrearle consecuencias que más tarde lamentaría. Con la cabeza gacha, la mandíbula apretada y sintiendo en la boca el sabor amargo de la impotencia, Óscar recogió las piezas y salió de la fábrica rezongando improperios contra aquel malnacido.

Juan se sintió poderoso al ver cómo el operario obedecía, recogía y se marchaba cabizbajo. Bajó a evaluar los desperfectos y posteriormente, de nuevo en su oficina, buscó la filmación del número quince y la analizó minuciosamente en busca de fallos. No los encontró. Era un buen trabajador del que no se podía prescindir. ¡Lástima!

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