Trabaja, negra, trabaja

Trabaja, negra, trabaja

Marilyn Batista

02/06/2017

“Este zapato se va pal carajo. Este otro a la cochinchina”, dice con voz amarga Carmela, la mesera del turno de cinco de la tarde a doce media noche de la chicharronera Tucutú. Se lanza como un Apolo al sofá curtido por el sudor del cansancio del tercer trabajo. Tac, tac, tac, rechina el mueble sin la pata derecha, al compás del constante movimiento del gran trasero de la negra intentando acomodarse. Tiene sed, hambre y sueño. Huele a manteca requetefrita; a limón rancio. Se quita la camiseta para que transpire el dolor. Le queda sólo unas horas para limpiar el apartamento en donde vive, planchar el uniforme de Andrés y cocinar un poco de arroz, frijoles y huevos, que ha sido el menú oficial en varios días. Es que la semana pasada le correspondió pagar el préstamo de la financiera, al cincuenta y dos por ciento de tasa de interés anual (ella no entiende lo que eso significa), con el que adquirió la refri pequeña, una cocinita con dos hornillas, la computadora y el celular “inteligente”.

Han pasado un poco más de cuatro horas, suficiente para desanclar el artefacto humano con grandes ojeras provocadas por la somnolencia. El crog, crog, crog y el cri, cri, cri del dueto de la rana y el grillo amenizan el desconcierto de la vida de la noble mujer que, a pesar de su enorme tamaño, está desnutrida. Brrrr, sacude de lado a lado con la cabeza el frío que le penetró hasta el tuétano, invadiendo el breve confort. Se dispone a realizar la primera faena del día, a las cinco de la madrugada. Enciende la hornilla a fuego lento. Coloca en una olla resquebrajada una cucharada de manteca, una pisca de sal y agua. Saca el sartén sin mango, lo coloca en la otra hornilla. Abre la refri casi despoblada, habitada por un litro de leche medio vacío, un pedazo de cebolla y una bolsa plástica con un puñado de frijoles negros. Agarra con rapidez la bolsa que vacía en el sartén discapacitado. Demostrando las destrezas adquiridas en el hogar y en Tucutú, en paralelo prepara café, enciende la plancha y echa un vistazo a la cama de Andrés, que ronca acurrucado en un mar de peluches, en donde el lagarto Juancho funge de almohada. El niño reposa como en un pesebre. Andrés, sí Andrés, es su redentor.

El suave pitillo con luz roja intermitente proveniente del cofee maker sobre una mesa improvisada de varios block de cemento avisa que la bebida estimulante está lista. Carmen se desprende de la cocina para tomar un baño. El agua está helada. Bate el cuerpo invadido por escalofríos y da unos pequeños brincos mientras abre las compuertas de la represa Toro Amarillo para que el líquido recorra la espalda y baje por cada muslo hasta inundar los pies. Los dientes torcidos suenan como castañuelas. Ya seca, con el blúmer y las tetas medias acomodadas en el sostén, va a planchar. Después, a preparar el desayuno para el chico –café con un poquito de leche y un banano–, y la merienda, otro banano triguillo, como lo llamaba la abuela Azucena, por las abundantes manchas oscuras sobre la cáscara dorada. Mientras se atraganta un sorbo de café, levanta a Andrés empujando suavemente el brazo izquierdo, que ahora enroscado como torniquete estrangula a Juancho.

–Hola guapo. ¡A bañarte para ir a la escuela! –exclama como si lo estuviera invitando a un musical, de esos que alguna vez vio en la pantalla gigante led full HD, en la suite presidencial del hotel en donde trabaja como mucama de siete de la mañana a tres de la tarde. Lo observa desayunar sentado en sus regazos. Le pellizca cada uno de los dedos de la mano izquierda fingiendo ser la picadura de una hormiga que se divierte haciendo travesuras en el camino hacia la sabana. La alarma del celular (música de La Guerra de las Galaxias) advierte que ya es hora de salir. Retira de su bolso un cepillo e intenta pasarlo sobre el cabello. El niño se zafa gruñendo, pues no quiere que le destruya el afro que le ha tomado varios meses nutrir. Carmela lo besa como una forma de pedirle disculpas y de aceptar que ya dejó de ser un bebé. Tomados de la mano se dirigen al Saint Peter Billingual Private School, a 2 kilómetros del hotel, y a 20 del Tucutú. Ella erguida como una reina, él como un alfil.

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