De pequeñita soñaba con ser actriz. Tengo un vago recuerdo de las primeras películas que veíamos en una televisión a rayas en las que aparecían unas jóvenes colegialas guapísimas con papás estupendos que las adoraban. Recuerdo a una jovencísima Ana Belén que además cantaba como los ángeles. Con el tiempo me di cuenta de que lo mío no era la canción, aunque todo se puede educar hay que tener un don del que yo carecía. El relato familiar acerca de los actores y actrices desviaba mi atención de semejante ilusión. Estaba claro la función principal de trabajar era ganarse el sustento, bastante inseguro en general para la gente del espectáculo entonces casi como ahora.
De modo que vi como mi sueño se iba desvaneciendo poco a poco conforme crecía. No obstante aprovechaba las pequeñas ocasiones que me daba la vida para satisfacer ese deseo de mostrarme en público. Me esforzaba por aprender de memoria los poemas que recomendaban en clase, los sentía tan profundamente como podía y trataba de expresar toda esa carga afectiva, de tal modo que repetidamente me elegían para recitar en las ocasiones especiales cuando ese salón de actos estaba lleno hasta arriba. ¡Qué gusto, qué satisfacción! Sobretodo si me felicitaban al terminar. Estos últimos años, ya jubilada, asisto regularmente a clase de teatro. Ya no me acompaña la belleza y lozanía de la juventud. No importa, todavía puedo actuar, mostrar sentimientos y pronunciar hermosas palabras.
¿Por qué luego se me ocurriría que quería ser arquitecto? Dudo al escribir esta palabra. ¿Debería escribir arquitecta? Entonces se decía arquitecto, aunque fuera mujer; pero los cambios en el lenguaje que se están produciendo al intentar hacer visibles a las mujeres están cambiando estas cosas. Voy a cambiarlo entonces. Quería ser arquitecta. Seguramente fue cuando conseguí un sobresaliente en dibujo lineal. Plumilla y tinta china en mano con el enorme riesgo de soltar un borrón y tener que repetir la lámina entera. Ese sobresaliente había sido largamente deseado y sin embargo imposible de conseguir mientras el dibujo que hacíamos era artístico. Tampoco tenía el don de plasmar con mi mano sobre el papel los trazos que mi fantasía imaginaba.
Mi ideal de adolescencia estuvo marcado por el colegio de monjas en el que estudié el bachillerato de modo que, como muchas de las compañeras, creí sentir una llamada especial para dedicar mi vida al servicio de los demás. Quería irme a África para ayudar allí a la gente. No sé si hay que ir allí para ayudarles, quizás podríamos ayudar mucho incluso sin realizar ese viaje. Nuestra sociedad occidental ha expoliado a ese continente desde tiempo inmemorial y continúa haciéndolo en la actualidad sin que parezca importarnos demasiado. El caso es que se lo dije a la monja y la monja me orientó hacia una profesión más útil en África que la Arquitectura, la Medicina. Al menos eso era lo que ella pensaba.
Siempre se me dieron bien las Matemáticas. Llegando a los estudios de selectividad, entonces Preuniversitario, apareció algún capítulo de astronomía en el temario y el profesor apuntó a su utilidad en el pronóstico del tiempo. Inmediatamente visualicé a Mariano Medina, único hombre del tiempo de aquella época que diariamente veíamos en nuestra televisión de rayas en blanco y negro y me entusiasmé. Claro que me gustaría ser como Mariano Medina y salir en televisión todos los días. Cuando veo ahora a tantas mujeres, por cierto guapas y elegantes todas ellas, explicando borrascas y anticiclones en varios canales televisivos me acuerdo de aquel sueño de adolescencia que abandoné pensando que la oferta de puestos de trabajo era muy escasa, ¡sólo un puesto de trabajo en todo el país!
Por fin llegó el día de matricularme en la Universidad y dirigí mis pasos hacia la Facultad de Medicina. ¿Acierto o error? Como todas las decisiones de la vida entrañan un riesgo. ¿Lo haría bien o no? ¿Tenía yo ese don especial que seguramente también se necesitaba para ser médico? Esta es la fecha en que todavía no lo sé. Mi padre me aconsejó que no lo hiciera. Argumentó que mis calificaciones eran mejores en Física y Matemáticas que en Biología. Posiblemente tenía razón. Siguiendo mi impulso adolescente desoí su consejo.
Nunca estuve en África. Abandoné mis ideas religiosas muy pronto y con ellas mi vocación misionera. Cuando quise alistarme a Médicos sin Fronteras ya era Anatomopatóloga, de manera que en la ONG me dijeron que el tercer mundo no estaba necesitado de patólogos que les diagnosticaran un cáncer ya que sus problemas de salud eran otros más primitivos como infecciones que segaban la vida de miles de personas y sobretodo falta de alimentos y de infraestructuras básicas. Un compañero mío, ya jubilado, sigue realizando viajes de cooperación a África como Anatomopatólogo en programas para luchar contra el cáncer de piel. ¡Vaya! Otra vez como con las mujeres del tiempo. Quizás hubiera podido ser. Por eso mi consejo para los jóvenes (ya sé que los consejos están para no seguirlos) es que cada cual siga los dictados de su corazón y ponga su empeño en aquello que le llena. Puede que el tiempo le de la razón.
Soy consciente de que esto no es un relato corto. No obstante sí es una historia que tiene que ver con el trabajo. Es mi historia de cómo elegí mi profesión, la que he ejercido para ganarme el pan hasta mi jubilación.
Miento, no del todo. A mitad de mi vida laboral cambié los hospitales por los Institutos de Enseñanza Media para dedicarme a la Formación Profesional de Técnicos Sanitarios Superiores, en especial en Anatomía Patológica y Citología. El contacto con la juventud ha sido muy gratificante. Agradezco a todos mis alumnos todo lo que me han dado y todo lo que he podido aprender de ellos. Hoy me sigo sintiendo joven gracias a su aportación.
FIN
OPINIONES Y COMENTARIOS