Contemplar por primera vez una de las habitaciones donde atendemos a los clientes, me trasladó a la cámara de los horrores en la que de niña alinearon mi dentadura. Recordé como cerraba los ojos e iniciaba un desfile de ropa, besos o helados, y soñaba que se materializarían antes de que el dentista pronunciara “enjuágate”. Aquel lejano lugar me hizo anhelar otra tabla de salvación donde guarecerme de la lluvia de soledad que me impregnaba al dirigirme a un desconocido para que me siguiera, y que se convertía en zozobra cuando se tumbaba a mi lado. Igual que entonces no fue suficiente cerrar los ojos, al abrirlos, la realidad no la dibujaban mis deseos.

Se requería joven atractiva que evocara un frío quirófano y no un lóbrego club de alterne. Con vagos argumentos se nos persuadía de una esencia científica a lo que tenía lugar entre aquellas cuatro paredes: un negocio de fecundación artificial y gestación subrogada, decorado con asepsia y música de sórdida aventura. Ilusión para solteros y parejas de cualquier sexo.

No era justo evaluar nuestra labor con una moral trasnochada. La incesante investigación nos hacia ir por delante, sin ir más lejos, años atrás la estimulación con la boca se había dejado de practicar, y no por motivos judiciales, como se llegó a rumorear. La extracción manual, tal como demostraron los diferentes estudios, reducía el estrés de los espermatozoides, se obtenía un semen de mayor calidad, aumentaban los embarazos exitosos, así como se disminuía de manera exponencial el número de rechazos y los abortos espontáneos de las semanas de asentamiento. Por otro lado, si tenías la suerte de ser elegida como vientre de alquiler, el vínculo con la empresa se podía extender hasta quince años y esto nos hacía ser más tolerantes con ciertos aspectos del trabajo, que con frecuencia se tendía a valorar con códigos que convenía rechazar por salud mental y beneficio personal y empresarial.

Un vértigo que apenas me dejaba hablar me invadía al traspasar la recepción para recoger la lista de pacientes y atravesaba la sala de espera verde y blanca, —pintada ahora en un naranja más elegante.

Aquel estrecho pasillo al que la presencia de Luis aportó algo de claridad, no se hizo más asfixiante cuando una noche habló de engaño y que no soportaba más lo que nunca le escondí, por contra, el horizonte que mencionó de hombres jóvenes con los que tenía la certidumbre de encontrarse a todas horas y en los lugares más insospechados, se hizo respirable, pero cubrió con una luz nauseabunda el tiempo en el que poco importaba de dónde venía el dinero. En la batalla de los reproches sólo provocaban heridas los que alcanzaban su estúpida hombría: que nunca podría tener un hijo conmigo, que le costaba mirar a algún vecino a la cara, o que hasta la nómina era otra argucia. Me llegó a ver como una suerte de ramera, que se merecía cualquier penalidad, incluso la que su ira tatuaba en mi piel.

En ningún momento procuró conocer lo que sentía, apenas me escuchaba.

Y llegó un adiós frágil, tanto, que en ocasiones le sentía caminar a mi lado, me hablaba y volvía el torbellino de dolorosas emociones que me obligaban a repetir, una y otra vez, que no era más que un trabajo.

Pero apenas hace unas horas nos hemos vuelto a ver, y todo lo que temí se ha desvanecido. Nada tengo que encerrar entre expresiones fingidas. La rutina ya no es la pesada carga que trataba de aligerar el consuelo de mis compañeras y el obsequio de su calma cuando mencionaba que me sentía sucia: “nos ha pasado a todas”, “te acostumbrarás”.

Hoy, la última cita de la tarde ha traído a Luis de vuelta.

Le indiqué el camino y cerré la puerta. De su ramo de disculpas, la flor más llamativa fue un sencillo “hola, ¿cómo estás?” Después de sentarse me alargó una bolsa y me pidió que la abriera. Saqué una bata con mi nombre, que debí olvidar cuando le abandoné. Según sus explicaciones el detalle de que Raquel apareciera grabado, le hizo reflexionar: la ausencia de un seudónimo quizá demostraba que no era tan reprobable lo que aquí ocurría.

Prosiguió un discurso ensayado con lo mucho que aún me amaba, y lo complicado y costoso que había sido llegar hasta mí, —esta era su cuarta visita a la clínica—, hizo una pausa para intentar cogerme la mano cuando ajustaba el tensiómetro. Su mirada transparente mostraba el deseo de tocarme como si buscara la meta tras un agotador esfuerzo. Mi confusión creció hasta la perplejidad estadística cuando concluyó un elaborado poema censal y confesó que su propósito era ofrecerme un hijo, ni más ni menos. Ponía a mí disposición millones de células de amor congelado, allí las dejaría, a la espera de que yo accediera a ellas, tan fácil como dar cuerda a un reloj parado.

Le señalé un biombo blanco por si deseaba intimidad. No le invité a que se tendiera sobre la camilla. ¿A qué esperas?, —le dije—, comienza y rellena la probeta, que ya hemos perdido mucho tiempo. Se sobresaltó cuando me negué a seguir el procedimiento habitual y exigió el mismo trato que le habían deparado mis compañeras. Al menos desabróchate la bata, me rogó. Acabó, y mientras me extendía la muestra, me confesó que su mayor temor era que ya no le quisiera, una lágrima saltó desde su pómulo naufragando en el océano de semillas.

Lo reconozco, me he saltado el protocolo de conservación, y lo que es aún peor, he añadido a la extraña combinación de fluidos de la cita de las dieciocho treinta, mí propia saliva.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS