EL BUSCADOR DE TESOROS

EL BUSCADOR DE TESOROS

Gustavo Zaragoza

28/05/2017

Mama ¿qué está haciendo ese señor dentro del agua?

Busca tesoros

– ¿Cómo los piratas?

-Bueno, de otra forma

-En esta playa no hay tesoros enterrados, yo he hecho muchos agujeros con mi pala y mi rastrillo y nunca he encontrado ninguno.

-Pero ¿tú has probado alguna vez dentro del agua?

-Claro que no. Yo no puedo meter la cabeza dentro del agua.

– Precisamente por eso, el señor, lleva unos cascos que los tiene conectados sobre un detector que le anuncia si tiene cerca algún tesoro

-De mayor también quiero hacer lo mismo, voy a encontrar piedras preciosas y seré inmensamente rico.

-De momento te pones cremita para no quemarte que está pegando un sol muy fuerte.

Efectivamente la mañana era calurosa, la brisa procedente del mar mitigaba ligeramente la elevada temperatura. Luis estaba a punto de finalizar su jornada de trabajo. Había comenzado a las seis de la mañana y ya era casi mediodía, un día más. Equipado con un traje de algo parecido al neopreno, con unos auriculares, y un gancho conectado al detector de metales le convertían en un ser extraño.

Los primeros días pasó mucha vergüenza cuando tuvo que abandonar el mar y salir delante de la primera fila de hamacas que estaban mirando directamente hacia la línea del horizonte.

Que lejos quedaba aquella mañana en la que por vez primera, ataviado con todos los adminículos indispensables, comenzó su tarea de buscar tesoros algo curioso y apenas conocido para la mayoría de las personas Su caminar era lento, como si quisiera evitar llegar al punto de destino y dar inicio a una tarea a la que se había visto abocado por su mala cabeza. Intentó localizar un punto de referencia y dio comienzo a su paseo acuático rastreando el fondo. El tiempo fue pasando y ninguna señal avisaba acerca de la existencia de nada que valiera la pena. Así se consumían las horas y la paciencia de alguien que estaba haciendo esta tarea obligado por las circunstancias.

El trabajo en el banco cada día estaba peor, la fusión con otra entidad mayor hacía pensar que podía haber despidos masivos. Con cuarenta años de servicio a la entidad y 56 de edad cronológica la situación no era muy halagüeña, todavía tenía hijos pequeños, la hipoteca sin pagar y una mujer que no había hecho otra cosa en su vida que cuidar a su familia.

Luis no tenía estudios, recién acabado el bachiller elemental entró de botones en una sucursal en la que su tío le había “enchufado”. Estaba convencido que se jubilaría en la entidad y le entregarían el socorrido reloj grabado con la frase lapidaria: “tus compañeros que no te olvidan”. Las sorpresas de la vida y la inesperada intensidad de una crisis económica que nadie esperaba tan violenta lo pusieron en la calle con escasas posibilidades de volver al mercado laboral.

Los primeros meses las cosas no funcionaron mal, se trataba de adaptarse a la nueva situación, disponía de liquidez y tiempo para buscar un empleo, pero su sector profesional estaba afectado del mismo mal, fusiones y reajustes de plantilla, de manera que su caso no era el único. Sobraban bancarios, para que los banqueros pudieran seguir teniendo beneficios.

Pronto comenzó a frecuentar un bingo, era una forma inocente de pasar un tiempo libre que le pesaba enormemente. Como casi todos los novatos, al inicio tuvo suerte alcanzó premios menores que le permitieron acudir a casa con algunos regalos. Pero, como era previsible, la racha finalizó y comenzaron las pérdidas, no demasiado considerables al principio, y más importantes a las pocas semanas de haberse metido en un “jardín” del que no sabía cómo salir.

Las circunstancias le fueron superando y una cosa trajo a la otra, las deudas provocaban discusiones que no se cerraban adecuadamente y esto supuso una brecha entre el matrimonio que resultó insalvable. Primero la separación, más tarde el divorcio y el inicio de una vida en solitario, lejos de lo que había sido su hogar en los últimos 15 años.

Cada mañana acudía a ese extraño trabajo estacional que acababa de conseguir, rastrear metales por las playas, pendientes, cadenas, que pasan desapercibidas si no cuentas con un detector de metales que los saque a la luz. Durante seis horas al día, con el agua hasta el pecho paseando y buscando piezas de metal. Vaya transito más extraño, del mostrador del banco a las aguas del Mediterráneo que lo trataban con cariño, acariciándolo constantemente, pero a la vez, alejándolo del mundo real. Aislado, cada vez más distante de lo que ocurría a su alrededor. Un trabajo atípico se había convertido en rutinario, repetitivo, y tan poco interesante que cada día le hacía más insoportable sobrellevar una forma de vida que no había elegido y que comenzaba a pesarle como una losa.

Todo cambió una mañana de mayo cuando comenzó a encontrar minúsculas piezas brillantes; el detector de metales daba señales cuando pasaba cerca de unas lágrimas doradas que parecían escamas. Fue guardando todas las que encontró, como si de un tesoro propio se tratara.

Llevado por el ansia de encontrar el mayor número posible, se fue adentrando, cada vez más, en el interior de las aguas. Siguiendo la pista que dejaban las escamas llegó hasta una gruta, al fondo descubrió una figura de gran belleza que le estaba esperando.

-Has tardado mucho

-¿Quién eres?..

-Estaba esperándote

-Todavía no me has contestado

-Tienes algo que es mío

-¿Cómo lo sabes?

-Muy sencillo he perdido parte de mi cola y sé que tú la has encontrado

-Una sirena, de verdad, existen.

– ¿Qué esperas para devolverme lo que es mío?.

-Por supuesto. Ariel, o cómo diablos te llames

-Me llamo Nerea.

-¿Hace tiempo que me esperas?

-Llevo toda la vida esperando que vengas a verme.

Y Luís se dejó llevar por un impulso y se quedó para siempre con Nerea.

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