El cri- cri de las chicharras y el calor sofocante del final de agosto del 1977, me tenían irritada, pero lo que peor llevaba era el aburrimiento. Estaba desde Julio en La Jara, una finca en el interior de Alicante a kilómetros de cualquier población y rodeada por todas partes de campo. Mi padre, Coronel de Artillería, nos despertaba a los cinco hermanos todas las mañanas antes de las 9:00, como si de un cuartel se tratara.

–¡Arriba niños! Estas no son horas de estar en la cama. ¡No voy a alimentar una pandilla de vagos y maleantes!

¿Para hacer qué? Nada. Nada que fuera interesante. Las opciones eran: o bien hacer deberes y estudiar, o bien leer. También teníamos una balsa de riego donde compartíamos el baño con renacuajos, ranas, nadadores de espalda, muchas algas y alguna serpiente que otra. Mis hermanos se zambullían, pero yo ni loca me acercaba por allí.

Fue a Carlos a quien se le ocurrió la idea, tenía 17 años, tres más que yo, y una enorme necesidad de dinero.

–Papa ¿Podemos trabajar en la recolección de la manzana? Empiezan mañana.

–Sí, papa, por favor, déjame a mi también, porfa, porfa. –dije yo.

–Bueno, le diré a Pedro que iréis los dos mayores. Tened en cuenta que hay que dar ejemplo y que os pagarán según sea vuestro rendimiento.

Así que, al día siguiente muy puntuales estábamos en la cochera los dos hermanos: Carlos, atlético y dispuesto, y Toña, que era yo, no tan atlética pero sí motivada.

–Carlos, tú ven conmigo, vamos a repartir las cajas –dijo Antonio, el hijo del capataz, a mi hermano, el cual dando un salto se subió al tractor y se fueron camino abajo con el remolque repleto.

Yo me quedé junto al resto de trabajadores, que estaban sentándose en unas cajas colocadas a modo de taburete en el otro remolque. No conocía a nadie y me pareció poco seguro. Así que, opté por seguirlos andando. No se que se decían entre ellos, pero reían a carcajadas.

–Colgad la cinta del cuello para tener las manos libres –nos explicaba un rato después el capataz, repartiendo los cubos–. No golpeéis la manzana, que se estropea y no vaciar en las cajas hasta que tengáis el cubo lleno. ¡Que no vamos de paseo! Ale, a trabajar.

No era muy difícil y empecé rápida, pero a la media hora estaba cansada. Por más que miraba las manecillas de mi reloj, no se movían. El cuello lo tenía rojo de la dichosa correa y los arboles estaban repletos de unas arañitas rojas que mordían.

–Toña –me dijo Pedro–, coge una escalera.

La cogí, la arrastré hasta el árbol siguiente, la abrí, me subí con el cubo colgado del cuello y seguí al tajo. Pero al poco la escalera era de cemento y las piernas me temblaban. Bajando los peldaños se enganchó el cubo y cayeron las manzanas al suelo.

– Pedro, no sería mejor que alguien más fuerte llevara la escalera ¡No puedo con ella!

–Vicente, cógela tú –respondió secamente–. Toña, adelántate a nosotros y prepara las cajas que han distribuido por el campo. Calcula debajo de cada árbol cuantas pones, y coloca el papel en el fondo.

Me puse a ello contenta porque esa tarea me permitía alejarme del grupo. Al cabo de un rato la soledad y el aburrimiento me tenían atontada. El calor me estaba derritiendo. Cuando separando las cajas metí la mano entre ellas y noté algo caliente y viscoso que se movía, las solté y miré que era, ¡¡ Un nido de ratas calvas y diminutas!!

–¡Ahh! ¡Ah!, ¡Ayyyy! –me puse a gritar –¡Joder! ¡Joder! ¡Que asco! ¡Que asssco!

Sacudía las manos sin saber para que lado correr, ni hacia donde escapar. A los dos minutos tenía a Pedro otra vez detrás de mí.

–Pero… ¿Qué te pasa niña? Tranquilízate anda, que no te van a comer –dijo, mientras con un palo atizaba a las ratas.

Creí que vomitaba, tal cara debió verme que me dijo:

–Coge los dos botijos y ve a la fuente del Rotgla a llenarlos de agua fresca, de paso te lavas la cara.

Allí me fui yo, por los solitarios caminos en busca de la fuente. Cuando por fin llegué, me quedé mirando el caño petrificada: Una nube de avispas revoloteaba a su alrededor. El agua del caño caía en un abrevadero y luego por un canalillo llegaba a una balsa. Me agaché junto a la orilla, empuje las verdes algas que flotaban y sumergí los botijos, uno detrás del otro. “El agua esta fresca y sucia ¿Pero quién se va a enterar? No están todo el día riéndose de mi, pues que se jodan.” –pensé.

Un poco después llegué junto a los demás y todos se acercaron a mí para beber. El capataz me preguntó con retintín:

–Pero Toña ¿Cómo has tardado tanto? ¿Te has perdido?

Cuando por fin terminó el día, yo tenía la piel quemada, el cuello hecho polvo, estaba deshidratada y andaba con las piernas abiertas porque tenía los muslos escaldados. Pero me fui a la ducha contenta por no haber abandonado. A las 20:00, estaba otra vez en la cochera con el resto de trabajadores, esperando a que Pedro repartiera el jornal. Pagaban a 95 pesetas la hora, había estado ocho, lo que suponían 760 pesetas, una verdadera fortuna. A Carlos se lo dio completo y cuando llega a mi, dice:

–Para ti, contando las manzanas que has tirado, las que te has comido y los paseos en tractor, me debes 200 pesetas, pero por ser la primera vez, estamos en paz.

Todos volvieron a reír, y yo me dí la vuelta y salí de allí sin protestar porque no podía, porque la barbilla me temblaba y los ojos se me atiborraban de lagrimas, y porque mi cupo de hacer el ridículo estaba lleno. ¡No pude ni decir que los paseos en tractor no era justo que me los cobrara, porque había ido todo el camino andando!

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