Qué poco sentido tiene la vida para un policía que hace las veces de verdugo y defensor, faltando a su deber de hacer cumplir la ley, pues el estado no es justo y el salario no da para cubrir su hambre.

Su labor de protector del indefenso no hace más que humillarle, pues a falta de pan cede a su instinto de supervivencia haciéndose aliado del malhechor, buscando sacar tajada.

Los sueños del joven inocente que se enlistó para hacer justicia se desvanecen frente al llanto desesperado de un niño en brazos que espera en casa junto a la madre el sustento que traerá papá.

Y aunque no se justifica hacerse cómplices del maltrato a inocentes, José hace lo necesario para vivir un día más y aplaca el grito de su conciencia con una chata de ron añejo que compró a crédito en el colmado de la esquina, sin saber a ciencia cierta cuándo la irá a pagar.

¿Y qué se hace en estos casos, cuando lo que hace a diario es cerrar los ojos mientras hace mal a alguien más? ¿Cuál tranquilidad predica si el primero en el desorden es quien debe poner orden?

No cumple la ley que le ha dado el uniforme, pues no tiene ni honor ni nombre que defienda su dignidad. ¿Con qué autoridad reclama respeto si la integridad que le otorga el cargo se ha ido río abajo a desembocar en el mar de la angustia cargada de mediocridad?

El balance de su cuenta a fin de mes está en negativo pues ha pedido a Cirilo el préstamo habitual y, con intereses en el cielo, no queda para cubrir ni un gasto de las muchas cuentas sueltas que ha dejado por doquier.

Es así como día a día cumple con una condena aun estando en «libertad» y no sabe por cuántos años esta será su realidad.

Ha buscado en todos lados tratando de no resignarse, pero la situación imperante le vuelve a golpear muy fuerte en la herida supurante que hace diez años malditos le abrió su primer acto de complicidad en un atraco que salió mal, pues conocía a los bandidos y se hizo de la vista gorda cuando quitaron el bolso a una dama indefensa y la apuñalaron sin más.

Sus ojos, boca y oídos son los de un ciego, sordomudo, pues ha decidido ver y oír pero nunca hablar ni quejarse para no ir en contra del sistema ni quedarse sin el pan.

Ya no hacen eco en su mente las palabras de su madre que tenía como ley: «Hijo no hay nada más importante que ser honesto». Ahora ella desde la tumba no le puede responder, no puede darle palmadas ni decirle que esto también pasará.

Ya el amigo policía tiene la soga hasta el cuello y solo ve en su reflejo a un vil desconocido, a un padre que no quiere para su hijo, al resultado de un sistema de justicia que se aplica cuando conviene, a una víctima anoréxica de un estado obeso, en el que solo comen unos pocos y al carajo los demás.

José no piensa ni siente. Actúa por inercia y da la espalda a sus principios. Se sume en la complacencia que le otorga un ascenso inmerecido, por haber cumplido a cabalidad con ser cómplice de lo mal hecho. Ya pasó de raso a cabo y no importa lo demás.

Aspira llegar a sargento y hacer orgullosa a su madre, que lo observa desde el cielo sin llorar lo bastante ante tal calamidad.

Ese hombre que cambió su dignidad por trozos de las almas de aquellos que no defendió, hoy recicla su conciencia y se olvida de lo demás. Hoy porta un nuevo uniforme que no tiene ninguna mancha. Ya lo pasado, pasado y que nadie diga lo contrario en su Caribe natal.

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