Durante mis años como miembro activo y superlativo de la contracorriente en general, la línea de comportamiento que presidió mis voluntades se alejaba mucho de los estándares que mi familia me recomendaba. En especial en lo que tenía que ver con el futuro: no pensaba recorrer un camino que no me llevara a la satisfacción de mis infinitas curiosidades o, secretamente, a la epicidad. Después, simplemente estuve varios años emborrachándome hasta que se me evaporaba el cerebro, y mis neuronas se fugaron de mí cabalgadas por mis ideales. Lejos, lejos.

El día que me puse un traje por primera vez para trabajar, sentí las cosquillas del triunfo próximo en mi estómago y, mientras llegaba a la empresa, aposté conmigo mismo lo que fuera a que allí no trabajaba ningún negro. Me equivoqué: de una plantilla de 1.200 trabajadores, uno de ellos era negro. La empresa y el negro que contrataron por hacer la gracia me habían ganado la apuesta. Había un negro en la empresa, pero no era un negro cualquiera: a ese negro le habían pegado en la frente la consigna “en mi empresa también contratan negros”. Conseguía atraer todas las miradas de la gente que pasaba a su lado. La gente que no le conocía, le hablaba torpemente en spanglish –él era de poco hablar, pero tenía una dicción tan exquisita que los pobres despistados que habían ido a hablarle en inglés terminaban avergonzados de su propio español-. Hablaba del Madrid y comía caracoles con absoluta destreza murciana.

Mientras tanto, los trabajadores pálidos y sus camisas amarillas abrochadas alrededor de los cuerpos que sujetaban un 80% de cabezas calvas, conversaban en el ascensor:

  • -Hoy he comido ensalada.
  • -¡Hacía mucho que no comías ensalada!
  • -En realidad no hacía tanto, unos ocho días.
  • -¡Eso es bastante tiempo sin comer ensalada!
  • -¡Jaja, no te creas!

Las cosquillas en mi estómago se desvanecieron rápidamente: descubrí que yo no podía ser parte de eso. No quería ser parte de los pálidos que hablaban de ensalada, y de quinoa, y de deportes tremendamente aburridos. Decidí que, como ese negro inmerso en una empresa blanca como el marfil, como las camisas nuevas o como la caspa, yo tenía que volver a la vida de ponerme a prueba: a la difícil vida de la contracorriente. Era evidente que mis infinitas curiosidades no iban a ser resueltas gracias a conversaciones sobre ensalada en ascensores.

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