Ella tenía un nombre rico en consonantes poco comunes en nuestro idioma: w, y, z; un nombre con estrafalarias pretensiones anglosajonas como sucede por aquí desde hace varias generaciones; casualmente en mi trabajo, al presenciar los nacimientos de bebés, les preguntamos a sus mamás:
– ¿Qué nombre le vas a poner?
– Yurbiskeig Carolina
– Eso va a ser un problema…no se entiende fácil, va a tener errores en sus documentos, le harán bulliyng…
–¿Por qué no le pones María, Fernanda, Cristina, Victoria?
–Porque no.-
Ella, de 25 años, no tuvo acceso a suficiente hierro en su dieta preescolar, y carga con un pesado sinfín de carencias nutricionales y afectivas (le sobran dedos en sus manos al contar los abrazos de su madre, quien hoy tiene 40 años; y los repasa y la recuerda). No está segura de haber tenido padre, se le desdibujan recuerdos y palabras relacionadas con él. Esto ha sido un problema a la hora de capacitarse para trabajar, para socializar, para razonar y planificar aún sencillos beneficios para su existencia. Su trabajo “de mantenimiento” es feo, huele mal, debe oír y callar órdenes y antipatías, algunas abusivas; el sueldo es mísero, con el pago de un día sólo podría pagar medio kilo de carne, o dos kilos de papas, menos mal que no tiene hijos; sin embargo prefiere comer “pasta sola” y pagar sus uñas acrílicas y su maquillaje.
Ella un día fácilmente consiguió un bálsamo para el hambre, la frustración inmensa y la ausencia de ilusiones que le ardía en el pecho al despertar: consiguió unos brazos que la abrazaban y un tobogán empinado de placeres gratuitos y breves. Medio vivían juntos, medio se llamaban en el día, medio la hacía sonreír fácil. Pero eso fue hace 5 años, los brazos amorosos se murieron en un atraco. Y ella siguió medio viviendo en problemas de robos, de hambre, de hombres, de drogas. Esa era ella. La vida la fue rodando hasta que ya no pudo pedir la palabra para opinar.
Ella tuvo dolor abdominal una tarde, terminando el aseo de los baños del centro comercial. Su compañera de turno le dijo que se comprara unas pastillas para cólicos, pero eso no se consigue. ¿O será gastritis? Y volvió a la farmacia:
– Señor, véndame algún remedio para la gastritis, para el estómago…
– De protectores gástricos no tenemos nada. –
Y la manzanilla está escasa. Y pasaron dos días, y ahora tenía fiebre.
– Chama… te va a tocar ir al Hospital, qué problema. –
Y así apareció ella una noche en mi sitio de trabajo. En una antesala para pacientes quirúrgicos, después de haber sorteado varios lentísimos pasos administrativos e insufribles médicos jóvenes cansados y con parecida desesperanza a la suya, que le preguntaban varias veces lo mismo para “llenar una historia” (qué más le van a meter a mi historia, pensaba ella, ahora paciente). Y su nombre mal escrito en la Boleta de Admisión. Níveas enfermeras le daban varias instrucciones a la vez: tienes que quitarte la pintura de uñas, no muevas la mano que se pierde la vena…ay!…se infiltró… tengo que pincharte otra vez, ya te vamos a pasar a quirófano, quítate la ropa, estás en la cola de las emergencias. Un rato largo con las agresiones que le faltaban para no querer saber más nada de la vida.
A quirófano la vía venosa llegó infiltrada, una uña acrílica arrancada porque no había acetona para remover el esmalte ya que la acetona es impagable en el país manantial de hidrocarburos; el dolor peor, y ella, con menos información que nunca antes en su vida, entregada a lo que fuese, lanzada por otro tipo de tobogán: si me voy a morir qué importa.
En esta situación nadie tiene buen humor, y es impensable ser amable o sonreír, tener ganas de conversar, de responder las frías preguntas de última hora del anestesiólogo, la última revisión antes de abordar el avión. ¿Has comido? ¿comer qué?, ¿alergia a algún medicamento? ¿a cuál medicamento?.
Y por fin, acostada, desnuda, helada, con los brazos en cruz, aparecieron las marcas de mis brazos… las cicatrices del cuchillito que no cortaba, de la navaja que conseguí otro día, que hizo varios intentos, con muchas dudas acerca del sitio exacto donde la gente “se corta las venas”, si hubiese terminado bachillerato lo hubiese sabido, si hubiese tenido internet lo hubiese buscado, si hubiese tenido plata para la droga me hubiese cortado con más fuerza, no estaría aquí escuchando a ésta ridícula doctora preguntarme idioteces.
Le pregunté, antes de dormirla, sin haber logrado establecer ningún acercamiento afectivo con ella, paciente enmudecida, muy malhumorada, con las cejas tatuadas, 9 uñas acrílicas larguísimas, con su mirada inexpugnable vagando por debajo de las luces:
-¿Qué son esas cicatrices en los brazos?, y ella respondió, como quien despierta dentro de su propia anestesia:
– Tengo problemas.-
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