¡Suban a la locomoción que los llevará a los placeres!

Ese fue el estribillo que la otra noche le escuché a un personaje que colgaba de la puerta de la locomoción que me acercaría hasta mi casa. Su voz ronca y entre cortada se mezclaba con el también sonido ronco del motor. Cuando el vehículo ya estaba atiborrado de pasajeros, el clown empezó la función.

Con un tono sarcástico decía: cuando les pregunte cómo están, a la cuenta de tres los de la fila izquierda van a hacer una gran ola, los de la derecha gritarán ¡muy bien! y los del centro incendian el bus. Je je je, exclamó el clown. Aunque la gente iba exhausta del trabajo y de sus quehaceres, una que otra risa empezaba a aflorar en medio de una multitud de rostros cansados.

Mientras esto sucedía, imaginaba que muchos de los que viajaban conmigo en ese desvencijado vehículo permanecían como si nada, entregados a la meditación de los asuntos de mayor relieve ocurridos en el día, como el notario que repasa los registros de nacimientos y decesos en el libro de anotaciones. No sé porqué, pero tenía la certeza de que presos de la rutina, los pasajeros subían hasta el “cerro placeres”, llenos de fatiga, después de una larga jornada. Esta intuición se hizo evidente cuando tras el uno, dos y tres del Clown un silencio casi indiferente y lúgubre inundó el vehículo. Nadie se rió. Tal vez no fue por falta de talento del Clown, pues le sobraba, sino porque tras la última detención del vehículo nos percatamos del robo del celular a una de las pasajeras recién llegadas al show. De modo que tras el largo silencio de desasosiego, y desconcierto siguieron unos lamentos de la nueva viajera.

Una mirada amable y algunas palabras de consuelo dirigidas hacia la mujer salieron del clown. Luego de que el vehículo empezara a recorrer el empinado cerro, y casi habiendo olvidado el incidente por los que allí estábamos, el clown se arregló sus prendas y como si la vida tuviera que continuar dijo: bien, es lamentable lo que ha pasado, pero al mal tiempo buena cara, y prosiguió el show.

En medio de la seriedad de unos y mientras otros reían a mandíbula batiente, el clown lograba lo que muchos de nosotros no habíamos podido hacer a lo largo del día. Hacer de las cosas ordinarias asuntos extraordinarios, deleitarse en los instantes y ocurrencias más triviales para extraer su savia, reír espontáneamente a pesar de que todos llevábamos loma a cuestas una que otra preocupación.

Cuando tuve que bajarme en la estación me sentí diferente, un poco más liviano, como cuando se llega de un viaje, pero, paradójicamente, sin equipaje. Desde entonces, cada vez que me dirijo a “lo placeres” recuerdo al Clown, ese ser parecido a Sísifo, pero con ropa pintarrajeada y con un pimpón en la nariz. El clown, creador de espacios alternos a la asfixiante cotidianidad, tiene el poder de hacer de sus creaciones una válvula de escape a las miradas miopes y acartonadas que hacemos de la realidad.

Inmunizado por unos instantes contra la fatiga y el aburrimiento, imaginaba mientras viajaba aquella noche al Clown teniendo que bajar del cerro al otro día para buscar el sustento. También, me parece ver al Clown de camino al cerro, cargando sobre sí su roca y la de los demás. Lleno de alegría por ser poseedor del gran don de la distensión del ánimo, inoculando a los demás el virus de la risa que les impermeabiliza contra la lluvia de los propios fantasmas, va pregonando ¡Suban a la locomoción que los llevará a los placeres.

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