La fábrica era el lugar perfecto.Hombres y mujeres comenzaban la jornada a primeras horas del alba.La gran cinta transportadora les unía.No se conocían de nada.Apenas se distinguían sus rostros en la penumbra que les envolvía. Tan sólo sus manos eran visibles.
La cinta transportadora, a medida que pasaban los minutos, aumentaba su velocidad y, como por resorte, las manos de los trabajadores debían seguir el ritmo marcado.Una y otra vez, sin quitar la vista de la cinta transportadora, el olor a tomate bañado en agua hirviendo se hacia insoportable cuando este llegaba a las manos de los trabajadores.
Ya había pasado por una precocción previa antes de caer como una cascada sobre la cinta transportadora.Cientos de manos teñidas de rojo hacían cada día el mismo ritual. Estrujar y depositar miles y miles de tomates. Todo estaba programado. Al final de la cinta, llegarían los tomates pelados enteros perfectos para su envasado.
María no soportaba el ritmo que marcaba la cinta.Estaba deseosa de mirar hacia el poseedor de aquellas manos que tenia enfrente. Sabia las normas y el castigo de quien las incumpliera. Sentía la necesidad de alzar sus ojos para poder verle el rostro. ¿Cómo sería su cara? Se la imaginaba de tez morena, ojos verdes, labios carnosos… Estaba segura de que él ya habría infringido las normas. Lo intuía por cierto movimiento de sus manos al estrujar el rojo elemento. Sentía que la miraba y ello la ruborizaba. Sentía el impulso de levantar los ojos, pero inmediatamente desechaba la idea. Sabía que en lo alto de la cinta transportadora estaba siendo observada por aquellos hombres, vigilantes lameculos de pacotilla, que se habían ganado el puesto delatando a algún trabajador. Lo sabía. Sabía que desde esa posición de avistamiento la descubrirían.
Los vigilantes, sentados en una especie de grúas estáticas o púlpitos de iglesia, no les quitaban la vista de encima. Un poco más alejado, en la primera planta de la gran nave, habían instalado,como si de una oficina se tratase, una cabina acristalada. Una destartalada escalera de caracol conducía a la misma.
Quien infringiera las normas, debía subir. Y nadie sabía lo que allí pasaba, pues no regresaría a la cinta transportadora.
Todos saben que al lado de la fábrica se ubica un gran pabellón, de muros de piedra cubiertos por tupida yedra y ventanucos estrechos y alargados.A veces se escuchan cánticos gregorianos, pero nadie sabe que hay tras los muros.
La cinta transportadora se perdía por el inmenso y estrecho túnel, dejando a los cientos de trabajadores atrás. Solo la cinta con el rojo elemento debía traspasar los muros y llegar a su destino.
La cinta o banda flexible se desplazaba en silencio. Solo a veces se percibía el leve ruido del sistema de rodillo, que hacía que esta continuamente regresara al punto de origen.El resultado del trabajo debía ser igual a la velocidad de la cinta.
Una fría mañana del mes de febrero del año 1938, María caminaba con paso ligero, envuelta en su toquilla negra,saya larga cubriendo sus tobillos, la mirada clavada en el suelo ( como así regían las normas). Sorteaba como podía los charcos de agua que se hacían visibles con la luz del amanecer. El frió y la desangelación eran patentes cada día en la nave.De pronto sintió que alguien se interponía en su camino. De reojo miró la mano que sujetaba su brazo y la reconoció al instante.No había duda ,era él. Instintivamente alzó los ojos y allí estaba tal y como lo había imaginado. Moreno, ojos verdes, labios carnosos.Su mirada., penetrante y misteriosa, trastocó a María.De pronto algo le llamó la atención. Un alzacuello blanco destacaba en la negrura de su vestimenta. Tomó a María de la mano y juntos subieron la escalera de caracol.
Dicen que, a veces ,cuando se oyen los cánticos gregorianos, una bonita voz femenina surge entre ellos.
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