Pulso cada tecla de la computadora con fuerza, como si en vez de escribir fuera una victima a la que estuviera golpeando, y con cada click escuchar un lamento constante, remedo de queja qué no puedo expresar porque en los cubiculos laterales se encuentran mis compañeros trabajando, sumidos en sus pensamientos, arrastrando el lápiz sobre el papel tabulado, dibujando en cada ademán el número adecuado para representar el pasivo y el activo, un sistema contable por el que los objetos se han transformado en símbolos que se suman y restan para obtener utilidad y reducir la pérdida, desde que empecé a trabajar he admirado su paciencia para generar un balance.

La computadora que uso se mantiene impasible resistiendo mi ataque, mientras los otros empleados se comienzan a levantar, da comienzo la búsqueda del cafecito matinal, algunos quizá van a fumar al patio mientras que, con risas y algarabía pasan a mi lado.

He reaccionado tarde, pero con un movimiento rápido minimizo la aplicación que estaba usando, sin embargo uno de ellos se ha percatado, pero con la discreción propia de su edad, de la experiencia que dan los años trabajando en oficina finge que no ha visto nada, con un tono familiar al tiempo que me palmea en la espalda dice:

-vamos Miguelito, tomate un cafecito con nosotros, relajate.

Entre las cosas que no entiendo y no me he esforzado por comprender de las relaciones humanas y el diálogo que se establece en la oficina es la tendencia de hablarse en diminutivo, puede ser un privilegio que la vida ofrece para que siendo adultos entre desconocidos nos tratemos como niños, con una convivencia que pretende ser amigable, donde solo la jerarquía marca la diferencia entre empleados para que el respeto se levante como una pared que divide al patrón con el subordinado.

-Si jefecito, gracias voy.

O tal vez no, pero si no te integras entrando al aro no puedes durar mucho, reza un dicho que el jefe siempre tiene la razón, y si el piensa que es momento de tomar un descanso indicándolo amablemente, no tengo razón para rechazarlo, ni de esgrimir la teoría socialista quejandome de que es un explotador, que me hace trabajar ocho horas diarias sin permitir que me levante de mi lugar -por cierto dejé el facebook abierto, justo cuando estaba en lo mejor de una plática intensa con una amiga de otro piso-.

Puede parecer que me he adaptado a las exigencias de la institución, pero usar corbata no lo tolero, se me figura la correa de un perro que sirve como un medio de control para conducirnos a donde nos quiera llevar el patrón, alguien en alguna ocasión me explicó que es cosa de la moda, que la corbata sirve para disimular los botones de la camisa y si alguno se bota el de enfrente no lo sienta y tampoco lo vea.

Socializar con los compañeritos es otro requerimiento, pero debe darse en un ambiente controlado, por ejemplo tomando una taza de café sentados alrededor de una mesa -como los caballeros de la mesa redonda, esperando que hable el rey-, donde el jefe nos estudia a través de preguntas que parecen inocentes. En otras palabras un nuevo examen psicometrico que responder todos los días.

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