Me defino como perteneciente a la lumpenburguesía. Mi abuelo paterno era un burgués de Barcelona, propietario una sastrería-camisería muy céntrica en un barrio alto. Mis padres, mi hermano y yo vivíamos en su casa. Digo en su casa porque nunca aceptó ni a su hijo ni a los hijos de su hijos. Como no tuve lugar simbólico en el hogar en el que nací, rechacé todo lo que tenía que ver con el universo de mi abuelo, incluido el trabajo.
El entorno era el mundo asfixiante del franquismo y el catolicismo más cutre. «Ganarás el pan con el sudor de tu frente» : el trabajo como una carga, como un castigo divino.
Era un desarraigado, una bala perdida, un veleta. Y soplaban los vientos del hippismo : vivir, no trabajar. Entendía el trabajo entonces como el esfuerzo mínimo para ganar lo mínimo para sobrevivir : repartir diarios, entrevistas para hacer informes para los bancos a quienes habían solicitado un préstamo, repartir telegramas, trabajar en una fábrica de lámparas. Trabajos pocos interesantes, poco estimulantes. Pero cada trabajo era también una experiencia. Trabajar para vivir era el lema : trabajar lo mínimo y vivir al máximo.
¿ Y que era entonces vivir ? ¿ Sexo ? ¿ Drogas ? ¿ Lecturas ? ¿ Viajes ? Acabé en un estado depresivo del que me fui levantando.
Pero el trabajo, paradójicamente, fue una de las experiencias que me ayudó a superar mi depresión.
En este interregno de mi vida había continuado los estudios que, como tantas cosas, había dejado. Al final me encontré con una licenciatura en filosofía. Y decidí prepararme las oposiciones.
Al cabo de un tiempo las aprobé y, casi sin darme cuenta, ya estaba dando clases. Tenía sus dificultades, sus momentos desesperantes. Pero tenía un sentido, era una aportación a la sociedad, a los demás. Tenía deseo de transmitir mi amor por la filosofía, que era algo que también me había ayudado a levantarme. El contacto con los alumnos, lo que ellos también me aportaban, hizo de mi trabajo un reto. Haciendo de cada día una batalla por mejorar, como un samurai que lucha contra sus fantasmas…
Fui aprendiendo que el trabajo era un elemento más de la vida, no el precio que hay que pagar por mi vivir. Y el trabajo para mí fue, como la vida, ambivalente y agridulce.
Hoy, con 63 años, veo que la mayoría de mis compañeros se jubilan anticipadamente al cumplir los sesenta. Yo continúo. Podría jubilarme, vivir más tranquilo, dedicarme a mis aficiones, que tengo muchas. Pero también me pregunto porque dejar de trabajar si estoy en condiciones de continuar. Alguien me podría decir que si me jubilo contratarán a gente joven. Yo les contesto que difícilmente serán sostenibles las pensiones si, en una sociedad cada vez más envejecida, dejamos de trabajar cuando estamos todavía en plena forma. Que cada cual haga lo que le parezca.
Yo, de momento, continúo en marcha. Claro que si mi trabajo fuera lo que Marx llamaba un trabajo alienado seguro que. si pudiera, ya estaría jubilado. Aquí está la cuestión, creo. El poder hacer del trabajo algo que no sea solo una carga, Yo, por suerte o por mérito, lo he conseguido.
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