¿QUÉ HACE ESE CARACOL EN ESTA ESCALERA?

¿QUÉ HACE ESE CARACOL EN ESTA ESCALERA?

El pobre hombre preguntábase cómo iba a sobrevivir el próximo invierno habida cuenta que los peticionarios de clases particulares escaseaban y el alquiler de la buhardilla se incrementaría, así como el de los alimentos más básicos.

Era maestro. Conocía los rudimentos de todas las Ciencias. Al menos de las que figuraban en el currículo del Ministerio de Instrucción, Cultura, Competencia, Investigación y Organización Nacional (M.I.C.C.I.Ó.N.).

También tocaba unos cuantos instrumentos musicales y dominaba algunas lenguas muertas, no tanto otras vivas, en las que se defendía para salir del paso.

Había sido coronado como poeta de justas en su pequeño pueblo imposible de situar en el mapa puesto que, al quedar su comarca inundada por las aguas de un pantano, aquel fue trasladándose con la mala fortuna de ir apareciendo y desapareciendo como un Guadiana cualquiera, ora por el asentamiento de un polígono de tiro militar, ora por necesidades estratégicas, al precisarse la última de sus ubicaciones como Centro de Energía Nuclear Urgentemente Transformable, Reciclable Y Operativa (C.E.N.U.T.R.Y.O.). Estaba claro que se trataba de un espacio supersecreto ya que había sido anulado del mapa catastral merced a unos agujeros producidos por el cigarro-puro habano del estratega responsable…

Era, pues, poeta adornado, entre otras, con la Flor Natural de la Berenjena de Almagro.

El resto de premios coincidía con lugares característicos de dichos críticos o jocosas chanzas por lo que obviaba el vanagloriarse de los mismos: Lepe, Batuecas, Villadiego, Calatorao, Archidona o Descargamaría eran puntos para olvidar por nuestro vate que seguía sintiéndose, tras la efímera gloria del momento, instalado en un persistente estado de desafección, en un constante estar «a la luna de Valencia».

En una fría noche parió la idea…

Encaminóse a la oficina del Registro Antiguo de Patentes Específicas (R.A.P.É.) y le rogó al funcionario que le enseñara el Libro Internacional Oficial (L.Í.O.), con la excusa de verificar una vieja marca familiar. Al cabo de un buen rato, llamando la atención del empleado dijo con mucha decisión:

– «Quiero registrar esto»

– «¡Imposible, ese es el logo matriz!», dijo el de la ventanilla.

– «¿Está registrado ese signo?», preguntó nuestro hombre.

– «No», concluyó al fin el funcionario, desarmado de argumentos.

– «¡Pues, hala, regístrelo a mi nombre!»

Ese día, tras la frugal colación de la mañana, se dirigió a la panadería para observar el escaparate que le sugería aventuras culinarias dignas de un Pantagruel. En el interior elaboraban las famosas Marañuelas de Candás, alimento energético contundente que portaban los marinos para sus largas travesías atlánticas y con las que los rapacinos echaban los dientes desde la más tierna infancia. Ahora, este dulce, horneado, hecho de harina, manteca, huevo, azúcar, rayadura de limón, pizca de sal, a veces anís y siempre mucho arte, higiene y dedicación, la marañuela gigantesca, se regalaba como ofrenda a los padrinos. En pequeñas cantidades no podía faltar en la mochila del viajero y también en la maleta del turista…

Hacía hambre.

Pensó nuestro protagonista que bien podría rentabilizar su registro puesto que al poseer el logo con el que todo el mundo tomaba carta de propiedad, pasaba a ser, técnicamente hablando, como mínimo, copropietario de cualquier cosa registrada y con ello partícipe de dividendos y royalties…

Ese día la panadería estaba llena. El balbuceante maestro comenzó a explicar a la dueña la maniobra legal que suponía una participación en el negocio…

Le dieron un paquete de marañuelas, más para que callara que porque comprendieran los enrevesados silogismos del siempre bienintencionado maestro, hoy pícaro de tinajas y hornillos…

Ha pasado el tiempo. Lo que empezó como ocurrencia está siendo rentable. Y no porque todo sea así de simple. Cientos de juicios están pendientes de resolverse con sentencia justa. Ningún juez quiere sentar jurisprudencia. Las pequeñas empresas no reclaman, pues las exigencias del maestro son mínimas con ellas. Además es ejemplar lo de David contra Goliath. Las grandes empresas dilatan, con abogados picapleitos, el fallo final que les podría perjudicar si fuera contrario. A cambio, de vez en cuando, conceden algún viático al desvergonzado pedigüeño que cada día ha ensoberbecido un poco más…

Ha cambiado sus hábitos alimenticios. Mejor dicho, come todos los días, tres o cuatro veces cada veinticuatro horas. Incluso consume pescado. Y toma vitaminas de farmacia.

Va al gimnasio.

Corre por el bosque y sus pensamientos empiezan a modularse de otro modo…

Casualmente le propusieron diera clases en un centro escolar.

El asunto de los porcentajes en los negocios ha pasado a un segundo plano.

El tiempo va fluyendo y la ocupación docente es total.

Y fascinante.

No es como los profesores al uso. Eso le hace granjearse una cierta desconfianza, en principio, de los familiares de los alumnos. Sin embargo la empatía con estos últimos es total. Lo importante es aprender juntos: «Aquí se salva todo el mundo o no se salva ni Dios…», dice la canción.

Todas para una…

…Uno para todos.

¿De donde venimos?

¿Quienes somos?

¿Valor o precio?

Cada cosa según su tiempo, según su necesidad.

El maestro renunció hace mucho a su afán por el enriquecimiento económico. Lo más valioso es la peonza, la punta de flecha de sílex y luego el resto, según convenga.

El juego se confunde…

…con la realidad.

El futuro termina siendo el pasado modificado…

En su labor estaba el maestro cuando recibió la pregunta.

– «¿Qué hace ese caracol en esta escalera?»

La respuesta fue larga.

Los caracoles son muy dignos y arriesgados sin dejar de ser gregarios pues se arraciman en núcleos compactos. Son una fuente de proteínas. Se pueden cocinar con salsas o a «la brutesca» (asados sobre un ladrillo incandescente). Buen acompañamiento en paellas…

– «¿Son buenos?», dijo la niña.

Pensativo, el hombre pobre, empresario en ciernes, maestro vocacional y filósofo por necesidad, contestó que lo más curioso era la posibilidad de autorregeneración de su caparazón y la aplicación que de su baba se hacía en cosmética y parafarmacia…

Es como la boñiga de caballo: estiércol para abono; seca, combustible; con barro, elemento aislante en construcciones de adobe…

– «¡Ah…!»

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