Envió un último correo repleto de indicaciones y tareas pendientes y ordenó su mesa como cada viernes. Hizo algo de tiempo mientras intentaba repasar todas las cuestiones urgentes que debían gestionarse en su ausencia. No es un buen momento para una baja ¿pero cuándo lo es? pensó con una mueca irónica que hablaba de derrota y resignación a partes iguales. Recorrió todos los espacios del despacho con una tranquilidad que no le era habitual, como queriendo contagiar al espacio una calma de la que ella misma no acababa de convencerse.
Apagó el ordenador y echó un último vistazo a la oficina. Si todo salía bien, en unas semanas, aunque estuviera de baja, podría resolver personalmente las cuestiones que precisaran una gestión urgente. El verano y las vacaciones echarían una mano. No había de qué preocuparse.
Se despidió de los compañeros: todo irá bien, ¡ánimo!, en nada estás aquí, ¡seguro!. Esta vez no pudo escapar de unas muestras de afecto, que le anudaron la garganta y dejaron a la intemperie toda la emoción que estaba viviendo en aquella despedida con sabor a incertidumbre y a miedo.
Con un nos vemos en unas semanas salió de la oficina dejando en suspenso una vida, en la que trabajo y pasión eran sinónimo, en la que se había acostumbrado a vivir arañando las horas, añadiendo retos, proyectos, iniciativas, renunciando a sus propios límites, disfrutando del trabajo al que estaba enganchada como si en él le fuera la vida.
A partir de ese momento, todo se fue complicando. A un bisturí le siguió otro bisturí, y goteros y más goteros y cables y prisas, y carreras, y UCI y batas blancas y verdes y todo depende de cómo responda su cuerpo y no sabemos qué calidad de vida tendrá, y prepárense para lo peor y le hemos tenido que hacer… Su cuerpo, durante tantos años silencioso y ajeno, se rebelaba ahora empeñado en conquistar el protagonismo que siempre le habían negado.
Y las semanas fueron pasando con la vista puesta en el techo y en la televisión sin más fuerza y más ánimo que para manejar el mando para cambiar los canales en las horas muertas que eran todas las del día. No sabía si tendría fuerzas para seguir viviendo, si quería esa vida nueva que se le imponía o si podría volver a la que parecía se le estaba escapando.
Casi sin pensarlo fueron cambiando las palabras. El vocabulario que durante años había alimentado su pasión, y había construido un sin fin de proyectos, se difuminaba dejando paso a otro cargado de blanco, de prefijos y sufijos imposibles.
El tiempo no consiguió que todo volviera a su sitio, ya nada volvió a su sitio porque los sitios habían cambiado al mismo tiempo que había cambiado ella. Su mirada y su pasión andaban otros caminos, más próximos, más profundos, más personales, más tranquilos.
Las visitas a la oficina le gritaban que aquella ya no era su vida, ni sus retos, ni sus prisas, ni sus urgencias, ni su preocupación. Nada de lo que allí había le despertaba el más mínimo interés. Extraña en un espacio extraño, lejano y distante.
Y un día llegó la carta que hablaba de incapacidad absoluta para todo trabajo, así sin más, fin de etapa.
Supo que ya no volvería. Y se sintió aliviada.
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