Fatídicos huesos de pollo

Fatídicos huesos de pollo

Era horroroso; lo llamaban trabajo pero a mí me recordaba mucho a la esclavitud. Te robaban nueve horas al día , te daban alojamiento, alimento y te disfrazaban de servidumbre pretérita. Por lo que en realidad apenas salías de aquel lugar llamado hotel, y aquellas nueve horas disfrazaban una totalidad de ciento sesenta y ocho horas semanales. Vivía pues por sus pasillos, cumpliendo el deber, malgastando a su vez el tiempo que Cronos iba «restándome» de su terrorífica cuenta de haberes y tributos.

Pero el olimpo es caprichoso, y una mañana de un día cualquiera, apareció él; era nuevo en el presidio de cinco estrellas e iba disfrazado de manera similar. Tenía aires de galán y ojos asesinos. Con prontitud y toda alevosía por mi parte, comencé a robarle minutos a la cuenta laboral, acercándome así, a mi nuevo camarada… amigo de estancias repletas de nadie… amante sureño de mis horas trabajadas… oh cuán diferente es todo cuando parecen que son otros los ojos que miran…

Y entre besos sin sabor a fresa y arrumacos prohibidos con olor a victoria, conseguí yo, en aquella esclavitud, mi propio paraíso…

Comenzó pronto ayudarme en mis tareas, apuraba los segundos y como quien cambia de meridiano ganaba horas de su tiempo para hacerlo un poco mío. Resolvía sus labores y amenizaba las mías. Se volvió imprescindible en aquellos pasillos que cambiaban de tamaño según si él entraba o salía. Llegué a sentirme parte de un complot, una rebelde con causa, artífice de todo engaño posible, para crearles falsas quimeras a esos patrones que nos exigían la vida. Creo que durante aquel tiempo más que trabajar andaba sin tocar el suelo, como si los pájaros estuvieran en mis pies y no en mi cabeza.

Nos dejábamos mensajes en arrugadas servilletas, en puntos clave, del que para entonces, ya nos resultaba un hermoso presidio. Eramos espías, ladrones de momentos, controlábamos las entradas y salidas de todos nuestros compañeros, que a nuestros ojos, no eran más que presos de miradas tristes y vacías, servidumbre entregada a sus quehaceres sin más despropósito que un ascenso de rango, para almacenar dinero que no gastarían. Pero él y yo eramos distintos, eramos dos personas de incógnito, ataviadas de uniformes tan ficticios como nuestra entrega y trabajo. Nosotros librábamos una batalla.

Ahorrábamos caricias y palabras en nuestra común cuenta, para un futuro incierto. Y aunque vivíamos como el resto, atados a espacios y tiempos, nos creíamos libres, liderando la revuelta, en nuestro pequeño universo de cinco estrellas.

Pero ya saben como es la vida, y el olimpo siempre se cobra sus favores. Y fue a hacerlo en una nimia noche, en la que mi tarea no era otra que la de tirar los despojos de basura turista…

Raudo y hermoso, como siempre, se ofreció a cargar con mi sucia labor, y yo que nunca pude negarle nada, acepté con un beso en la mirada y la promesa de una sonrisa. Sucedió deprisa y ante mis ojos: al alzar él la enorme bolsa, un fino hueso de pollo acabó atravesando su brazo izquierdo de manera tan extraña como siniestra, y terminó mandándolo a urgencias, con una larga baja y una enorme venda.

Sobra decirles que presenté mi dimisión a la mañana siguiente, pues hay batallas que solo pueden librarse si formas parte de algo más grande que tú, y nuestra mutua causa, murió aquella misma noche… entre sus brazos, a manos de un fatídico hueso de pollo.

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