Historia de tiza y pizarrón

Historia de tiza y pizarrón

Salió ese día de la escuela como si hubiese sido un día más. No era un día más, era el último de su vida laboral después de 35 años lidiando con directivos, docentes soñadores (son los menos, aquellos que creen que el próximo cambio será el correcto), resentidos, autoflagelantes, autocomplacientes y aquellos que solo buscaban un trabajo y llegaron al aula; reformas, planificaciones, planes de mejora, proyectos educativos, actividades extracurriculares, huelgas del gremio y un sinfín de estrategias pedagógicas que ahora se desvanecían en la nada como la niebla en el desierto. Frente, estaba el sol, ese candente sol del norte, que reseca la piel antes de tiempo, agacha la mirada más altiva y derrite las palabras más dulces y frescas.

Bajó los escalones del flamante edificio entregado hacía poco como una dádiva a la comunidad vulnerable, es decir, los más pobres y caminó con alguna dificultad hasta el paradero de la locomoción colectiva.

—¿Va a su casa profesora?

Lo mira. Lo conoce desde siempre. Se han hecho viejos juntos, él conduciendo su taxi colectivo y ella parándolo en las esquinas de ida o de regreso al trabajo. Subió al vehículo cuando estaba nuevo y olía a cueros y gomas recién salidas de fábrica. Hoy, se entremezclaban los olores humanos, pescado, cigarrillos y otros indescriptibles olores trasnochados.

—Sí…a mi casa —respondió con voz cansina.

—¿Y cuándo se jubila profe…ya es hora de descansar ¿Para qué trabajar tanto? al final nadie le agradece a uno todo el esfuerzo…

Le escuchó callada con una coloquial sonrisa que invitaba al hombre a seguir hablando, una inequívoca señal de que la maestra le escuchaba atentamente…Pero no, ella había aprendido el arte de salir de su cuerpo en cada viaje, en los infinitos viajes de su hogar al trabajo y del trabajo al hogar. Pero parecía que escuchaba atenta. Era como si se desdoblara. De su boca salían monosílabos, conectores, exclamaciones y gestos que invitaban a su interlocutor a explayarse en su parroquiana conversación. En tanto, su ser volaba por entre los cerros áridos y se perdía en el horizonte, allá donde el mar se confundía con el cielo y los rayos del sol parecían pintar un mundo distinto, un mundo quizá verde o azul o naranja.

—Su casa profesora.

—Gracias, muy amable. Buena charla, espero que podamos conversar después.

—Así será maestra. —Ese era su orgullo, se emocionaba cuando los más humildes, los mejores o los nadie…la llamaban maestra.

La llave estaba a mano. Después de cansarse de buscar en su bolso, hurgando entre una enorme cantidad de lápices, plumones, un borrador, amuletos para la buena suerte, caramelos para las horas densas de alguna clase, recortes, libros de bolsillo, cosméticos para las últimas horas de la tarde, las pildoritas para la presión, un pequeño botiquín con “de todo para casi todo”, los cuadernos de planificación, una calculadora, el celular, el cargador del celular…¡Y la llave siempre estaba al final, siempre!. Ahora la encontró rápidamente porque le puso una pequeña cadena y la unió al cierre de su bolso de mano. Cada vez que abría la puerta, se alegraba de esa gran solución que encontró después de tantos años de enojarse con la llave. Entró, tiró su bolso en el viejo sillón e hirvió agua. El café se había convertido en su placer irrenunciable, en su psiquiatra, amante y amigo. Y, con un cafecito humeante cuyo aroma llenaba la casa de vida nuevamente, allí, bajo la sombra del romero, vio el crepúsculo con la mirada allá, siempre lejos en el horizonte, pensando quizá en que mañana ya no tendría que ir a trabajar, ya nunca más los horarios ni los calendarios buscando los días en rojo para dormir hasta más tarde o dormir el día completo…Ya nunca más las amanecidas leyendo libros que pocas veces disfrutó —es como hacer el amor con un vagabundo — le dijo alguna vez a alguien.

Era el crepúsculo antes de mañana y mañana sería el primer día de los días que le había robado al sistema, porque ella, para quien la dignidad era la mejor alhaja que podía ostentar una mujer, ella, la maestra, no fue capaz de esperar que el Estado y el Derecho la jubilaran, ella se jubiló. Ella entendió que había dejado de ser parte del paisaje que tanto amó…que era la última de una legión desaparecida tras las reformas y los enfoques. Simplemente se fue como se van las hojas de los árboles en el otoño, sin ruido, sin despedidas ni aplausos, sin mirar atrás; el alma y el corazón en paz. Adelante, un horizonte para colorear de nuevo los días.

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