Ella llegaba puntualmente todos los días. No para ir a maquillarse y a arreglarse al baño, como todas las demás, sino para empezar a trabajar a la hora en punto. Hablaba poco, pero siempre que se trataba de trabajo, tenía una sonrisa cariñosa para atender a la gente. Yo sin embargo le notaba en sus ojos una tristeza profunda, como cuando uno siente que la vida se arrastra, que se desvanece y que no encontramos cómo agarrarla para vivirla.

Al principio traté de acercarme a ella para entender qué le pasaba, cómo era su vida. Ella cortaba esas conversaciones de tajo: amable pero directa y seca. Al cabo de un tiempo desistí; lo único que sabía de ella era que se llamaba Leidi Siachoque y que vivía sola.

Pero un lunes ella no llegó. Llamé al teléfono que tenía de su vivienda y nadie contestó. No tuve más remedio que esperar a ver si llegaba al día siguiente. Cuando vi que ni aparecía, ni llamaba, ni nadie daba razón de ella, tomé un taxi y fui a buscarla a la dirección que estaba en su hoja de vida. Era un barrio en el sur de Bogotá, pobre y desapacible. Llegué a la puerta número 3 de una pensión con muchas habitaciones. Al ver que nadie abría, busqué a la persona encargada del lugar. Me dijo que hacía varios días Leidi no iba y que eso en ella era raro pues siempre llegaba a la misma hora cada día; que no se le conocían amigos ni familiares y que pagaba siempre muy puntual.

Con otras personas de la oficina empezamos a buscarla en los hospitales y en el comando de policía. Pasaron los días y no logramos nada. Luego los meses y los años.

Un día, al detener mi auto en un semáforo, vi una mujer con una niña pidiendo limosna. No doy limosna pues sé que normalmente es una mafia que obliga a mujeres con niños a pedir dinero y luego se los quita y les dejan lo mínimo para seguirlas explotando. Pero al mirar a la mujer la reconocí: era Leidi, sin lugar a dudas. Me dijo que yo estaba equivocada, que no se llamaba así y que no me conocía. Mientras tanto miraba a su derecha asustada y me pedía que siguiera mi camino. Tomé entonces de mi bolso un papel y anoté el teléfono de mi casa y una nota en que le pedía que me llamara, que quería ayudarla. Lo metió en el pecho, confundida y temblorosa. Yo seguí mi camino.

Esa tarde me llamó. Me dijo que el hombre que la había embarazado la mantenía encerrada y que era el jefe de una de las bandas de los semáforos. Que la golpeaba cuando no llevaba suficiente dinero y cuando llegaba borracho. Que si se iba de su lado la encontraría y la mataría.

Pensé en ese momento en una amiga que vivía en Perú. Tenía una empresa grande en el campo, donde cultivaba mangos y con seguridad, si se lo pedía, podía recibirla con su niña. Tan pronto la llamé y le expliqué la situación, me dijo que la enviara inmediatamente.

Le dije a Leidi que podía enviarla esa misma noche a Chiclayo en Perú. Que tardaría dos días en llegar pero que tendría trabajo y vivienda. Que la acogerían con su hija en un sitio donde recibiría un trato justo y cariñoso. Quedé con ella de encontrarnos en un centro comercial cerca de donde vivía, que le daría algo de dinero, la llevaría al terminal de trasporte y que esa misma noche saldrían ella y su hija en un bus para Perú.

Han pasado los años. Frecuentemente hablamos y la noto feliz y llena de vida. La han ascendido en su trabajo y tiene un cargo de responsabilidad importante, con un buen salario y muy buenas condiciones.

Mañana viajo a encontrarme con ella pues voy a ser la madrina de boda de Yoli, su hija. Una joven alegre y dulce. ¡A veces las historias permiten finales felices!

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