En un barco con ciento cincuenta camareros, cocineros, vendedores, cajeros… sudafricanos, franceses, ingleses y españoles, de ambos sexos y todas las edades pero que tienen –todos- que trabajar 12 horas diarias 21 días seguidos sólo hay una palabra clave: respeto. Es más importante que el fuel oil que mueven los motores o que todos los instrumentos del puente. Sin respeto, ese barco se para.
Yo tenía un compañero, inglés, que en su tiempo libre se ponía unas medias y una falda, se maquillaba y se paseaba por todas las cubiertas sintiéndose guapa. “Hello”, decía con voz tremendamente viril al cruzarse contigo. “Hello”, respondías. Jamás oí un comentario o una gracieta. Y el barco seguía su ruta.
Y sin embargo había alguien a quien, creo, nadie respetaba. Las quejas a los superiores se acumulaban. Él estaba en el comedor de tripulación unas mesas a la izquierda cuando una amiga se desahogó de la rabia que le producía ese guardia de seguridad “que no hacía nada”. Yo le miré a él y vi que era consciente de que se le estaba criticando. Escuché un poco a mi amiga y le hice ver que no estaba de acuerdo, pero la pausa de diez minutos no daba para más.
No era ni muy alto ni muy bajo. Fibroso, pero en las antípodas del segurata culturista que resuelve los problemas -todos los problemas- a golpes. Este hombre –nunca supe su nombre- era un experto evaluando amenazas. Sabía cuando dar un paso, cuando decir unas palabras, cuando descruzar los brazos. Cuando simplemente observar y esperar. Si hubiera tenido que golpear, estoy seguro de que conocía de antemano las consecuencias de cualquier ataque, y no lo hubieran faltado arrestos para enfrentarse a una pandilla completa de chulos incapaces de calibrar los peligros, para todos, de su inconsciencia.
Al día siguiente de hablar con mi amiga, me crucé con él mientras hacía su ronda. “Hello, mate”, dijo. Era un dechado de delicadeza. No sólo en la voz, o en el tono. Juraría que había hablado, en voz baja, con los ojos más azules del barco, que impregnaban de una extraña luz cada tramo de escaleras y cada pasillo que por la hora o el día le tocara recorrer. Qué sentido tiene, después de eso, buscar el Rayo Verde.
Poco tiempo después yo abandoné el barco y juraría que él sigue en su puesto. De eso estoy absolutamente seguro, porque él no hubiera hecho más que un solo viaje si sus jefes no le tuviesen el respeto que merece.
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