Los chinos me van a traer la ruina. No sé cómo colocar la papelería para atraer a los clientes. Vendo las cartulinas a bajo costo, pero ni por esas. Por las mañanas la clientela escasea y por las tardes se deja caer algún niño o algún universitario aplicado. La manía que le ha entrado ahora a todo el mundo por reciclar tampoco ayuda al bienestar del negocio: que si manualidades con garbanzos, recortes de revista, pasta de harina como pegamento —que de paso no contamina—, y la obsesión de los profesores por colgar los trabajos en la red, que ni folios gastan los alumnos.
Todas las mañanas coincido con Salgado en la cafetería Centro. Cuelgo el cartel de “Vuelvo enseguida” y consumo los veinte minutos que me concede mi propia empresa, así como un café cargado para mantenerme espabilado hasta la hora de comer. Aunque Salgado se lave las manos, lleva el olor a pescado adherido a la piel. Procuro hacerme el loco cuando lo veo llegar, pero ya conoce mis costumbres —al final de la barra— y siempre sale a mi encuentro. Cada día paga uno. Se trata de un pacto tácito entre los pocos comerciantes de la calle Adarve.
A la misma hora suelen llegar por tandas los trabajadores del Banco Popular. Aunque la fachada principal de la sucursal da a la avenida Reyes Católicos, salen por una puerta trasera frente a la papelería. Huelen al perfume que me tiene Paquita reservado para el domingo, cuando vamos a misa. Algunos se sientan en las mesas del reservado y piden tostadas de jamón con café y zumo, o sea, un completo. Otros prefieren charlar en corro en la barra, para estirar las piernas un poco, según dicen. Hay días en que prolongan sus conversaciones de trabajo al bar, pero otros charlan sobre sus planes de fin de semana, los colegios de pago de sus hijos, el seguro de vida que han contratado o el nuevo coche que probaron el día anterior en el concesionario. Paquita y yo dedicamos el sábado a limpiar la papelería. De los domingos ya he anticipado parte de mi programa. Yo quiero ser como los del Banco Popular.
Cuando Salgado falla a nuestra cita en la Centro, trato de trabar conversación con los del banco. Cuando sucede, me sube un hormigueo por los intestinos hasta la garganta. Como mariposas. Solo por el disfrute de la visión de sus trajes ya merece la pena. Salgado se quita el delantal de escay y los guantes de red metálica y ¡hala!, al bar. Desde luego que no hay color.
***
Ayer no pude dormir.
—¡Julio! ¿Me permites un minuto?
El café se me solidificó en el esófago. Necesitaba toser para no asfixiarme. ¡El director del Popular se dirigía a mí por mi nombre!
—Por supuesto, don Ramón, para lo que usted quiera.
—Llevo tiempo pensando en ti. Creo que puedes ser la persona que estoy buscando.
Podría evitar reconocer que se me escapó un poco la orina y que el tembleque que se apodera de mi ojo izquierdo en momentos de nerviosismo se activó automáticamente. Me vi realizando el viaje a La Alcarria que le tenía prometido a Paquita. Me imaginé citando a don Teodoro, el dueño del local que me roba cuatrocientos euros al mes por el alquiler de un recinto de treinta metros cuadrados. A más de diez euros el metro:
—¿Sabe lo que le digo? Que se meta su zulo por donde le quepa. ¡Usurero!
¿Cómo iba a pegar ojo con todo lo que se me venía encima? Me había citado a las diez para hablar de un trabajo que me podía interesar. A las tres de la mañana me tomé una tila con leche porque con el trasiego de cambiar a los niños de colegio, alicatar el cuarto de baño hasta el techo, comprarme un par de trajes al menos, reservar el viaje a La Alcarria, me había desvelado por completo y no era cuestión de presentarme a la entrevista con más ojeras que un oso panda.
Cuando atravesé la puerta giratoria y el mármol rosado del suelo brilló ante mis ojos, comprendí que ya era feliz. Aquellos hombres reclinados en sus mesas ordenadas, separados por biombos con el logo del banco, negociando con clientes patéticos como yo había sido hasta la fecha, eran el culmen de mis aspiraciones. Sus trajes grises, azules, sus camisas impecablemente planchadas, el pelo engominado… No le había comentado nada a Salgado. Él que siguiera vendiendo truchas…
—Tome asiento, Julio. ¡Le sienta fenomenal el traje!
Me senté apoyándome solo en la punta de la silla. ¡Cómo resplandecía tanto metacrilato! Temía que aquel momento mágico se desvaneciera.
—Soy todo oídos, don Ramón.
—Mire —dijo sacando un estuche del cajón—. Este es un ejemplar de las grapadoras que utiliza el banco. Se realizó una inversión de doce mil euros en este modelo. Son de metal cromado y utilizan grapas del tipo 22/8. ¿Qué le parece, Julio?
Totalmente desconcertado con la pregunta y esperando que aquello fuera una metáfora de la filosofía de trabajo en el banco, le respondí:
—¡Una gran elección, don Ramón!
—Pues nada, entonces es todo suyo. Si quiere, ahora mismo firmamos el contrato sobre el mantenimiento de las mismas. ¡No crea que no se estropean a menudo!
Reculé sobre la silla de plástico. Me alisé repetidamente las perneras de los pantalones y le di la mano sudorosa en señal de compromiso. Más que nada porque las palabras no me salían de la boca.
Bajé las escaleras de aquel despacho acristalado y evité mirar cómo continuaban trabajando mis “compañeros”.
Salí a la calle y una bofetada de calor sacudió mi cara lívida. Dentro debían estar a dieciocho grados. Me dirigí a la cafetería —“Vuelvo enseguida” rezaba mi escaparate—. Allí estaba Salgado. Le pasé, con el traje de boda, el brazo por encima y pedí dos cafés:
—Luego me limpias unos boquerones, pero pónmelos buenos, que luego Paquita me regaña.
Grapadoras…
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