No hables con extraños

No hables con extraños

Pablo Bigeriego

05/04/2017

Vivía en un pequeño apartamento de apenas 30 metros cuadrados en un céntrico barrio de Madrid. La lobreguez de la estancia y el pestazo a comida que escupía una cocina sin ventana, eran inhóspitos compañeros con los que tendría que acostumbrarse a vivir desde su reciente traslado. Enfrascado en una entretenida novela de Tabucchi estaba, cuando comenzó a escuchar los plañideros lamentos de Leonard Cohen. Los bostezos musicales del artista canadiense que se infiltraban con nitidez a través de la pared limítrofe con su vecino, le evocaban la quejumbre de un borrego estreñido resonando estribillos deprimentes. Intentó proseguir con la lectura sin conseguirlo. Derrotado, cerró el libro, y pensó que durante los cinco meses de estancia en Lavapiés, jamás se había cruzado con el desconocido. Le había observado a través de la mirilla durante los escasos segundos que entretienen abrir una cerradura. Sabía que era alto, de complexión delgada y que tendría alrededor de unos sesenta años. Solo eso sabía. Esa misma mañana, le había escuchado clandestinamente una conversación telefónica con un tal Borja, al que conminaba a descansar y con quien planeaba encontrarse esa misma tarde, supuestamente, después del empacho musical del cantante extinto. Su manera de hablar, le presuponía un hombre de cierto nivel cultural, melómano, discreto y de ordenados horarios semanales. ¿Pero quién era su vecino? ¿A qué se dedicaba? ¿Era soltero, divorciado, gay, hetero? Innumerables elucubraciones y preguntas sin respuestas, circulaban obsesivamente por su cabeza y supo, que a partir de entonces, el vendaval de curiosidad que le sacudía, solo amainaría conociendo personalmente al sujeto provocador de su desconcierto.

Descartó el pretexto de pedir azúcar, hacerse el encontradizo en el descansillo de la escalera y otras maquinaciones inconvincentes que barajaba para lograr su perentorio objetivo. En estas cuitas andaba, cuando sus ojos se posaron sobre un anillo que encontró casualmente a las puertas del portal de su casa. Era un anillo de plata que había perdido su forma circular, como si hubiera sido pisoteado o golpeado con algún objeto contundente. Estaba coronado por una piedra azulada, desgastada por el tiempo y el maltrato, y sin ningún valor joyístico a simple vista. Lo utilizaría de señuelo colocándolo advertidamente junto a su puerta y como un perro extraviado, acudiría solícito a su llamada. Sin embargo, tres días después, el ladronzuelo que a buen seguro, había recogido la sortija, se hizo el escandinavo ante su reclamo. Si realmente deseaba domeñar la ansiedad que le provocaba la frustración de su tentativa, el salmonete no se le volvería a escurrir entre los dedos.

Tocaría a su puerta, pediría algo de azúcar (a su pesar) y su vecino, muy posiblemente, le invitaría a entrar en la casa donde encauzaría la conversación hacia la pérdida del anillo. A partir de entonces, para salir airoso del entuerto, o bien, habría de reconocer su falta, o negarla con una mentira, que a fuerza mayor, activaría la periferia de su imaginación para escapar del atolladero. De no ser invitado a pasar, sería él quien ejercitara sus dotes de improvisación. Se presagiaba una reñida partida. La consigna: mover las piezas con astucia para embatir y derrotar al contrincante.

Buenas tardes. Eeeh… me llamo Miguel. Soy… su vecino. Eeeh…estaba preparando una tarta de zanahoria y no tengo suficiente azúcar. Si fuera tan amable de prestarme un poco …

Por supuesto. Vuelvo enseguida, espera aquí.

Oh, muy amable. Tome esto para… el azúcar.

Gracias.

Sus ojos de un azul ártico, se abrían tras los ventanales de dos enormes pestañas postizas. Una enrevesada peluca coronaba su cabeza como una exhuberante explosión de corales. Los labios, de intenso carmín, dibujaban una sonrisa forzada e insolente. Sus pechos asomaban insultantes bajo una bata de seda naranja que le cubría las piernas por encima de las rodillas. Sus caderas basculaban como el fuelle desgastado de un acordeón quebradizo formando una triste sonrisa. Parecía una vieja gloria deambulante en un cabaret decadente. Una caricatura grotesca como una bofetada cruel y autolesiva. La parodia de un pasado doloroso que no encuentra su penitencia.

Aquí tienes, Miguel.

Gracias. Muy amable. Disculpe, por casualidad, ¿no habrá visto un anillo de plata?. Hace días que lo estoy buscando y pensé que tal vez por un descuido, se me hubiera caído aquí… junto a su puerta.

¿Es este anillo que envuelve mi dedo?

Sí, ese es.

¿No recuerdas que me lo regalaste?

¿Cómo?

Me desfloraste en un hostal. Al día siguiente me entregaste este arete y un ramo de rosas. ¿No te acuerdas?

No sé de qué me está hablando.

Me pediste la mano en matrimonio.

Está delirando. Me confunde con otra persona.

¿Delirando, bribón?

Devuélvame el anillo, por favor.

!Me arrancaré la vida si me lo quitas! !No vuelvas a aparecer ante a mí, si no quieres que anegue con mi sangre tu conciencia!. Me engañaste con aquella zorrita, vil traidor.

Yo solo quiero que…

No me embriagan ya tus cantos de sirena. Caerá el anillo de mi dedo cuando Caronte deposite mi esqueleto en la otra orilla. Véte, Miguel.

Apenas pudo descansar aquella noche, se despertaba abruptamente con terribles pesadillas. Soñó que su vecino le perseguía con un aerosol perfumado de lavanda, el travestido había tomado la forma de una dentadura de bonovo que le susurraba lindezas al oído. A la mañana siguiente, se levantó como si hubiera vivido diez años en un día. Se dió una ducha caliente para serenar la zozobra que le agarrotaba los músculos del cuerpo. Mientras tomaba un café bien cargado, sonó el timbre de la puerta.

Buenos días, Miguel. Esta noche represento en el Teatro Español una hermosa historia de amor. Aquí tiene una invitación por si le apetece asistir al estreno. Hay alguna escena de “No hables con extraños” que no le resultará precisamente desconocida… Usted ya me entiende. Ah, aquí tiene el anillo.

Gracias. No sé qué decir…

Pues no diga nada. Espero que haya disfrutado de la tarta de zanahoria. Buenos días. (Pausa) Todo hubiera sido más sencillo si se hubiera limitado a pedirrme azúcar.

FIN.

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