Aquel mensaje era, con mucho, la cosa más inesperada e increíble que me podía suceder. Tenía que ser una broma. Detrás de aquella notificación de la oficina de empleo, en la que me ofrecían un contrato de dos años como recepcionista, vi escondida una bufonada de Mario, la persona más bromista que conozco. Con Mario trabajé vendiendo productos químicos durante cinco meses pero no le conocí realmente hasta el día que nos despidieron, cuando finiquito en mano ahogamos nuestras penas en cerveza y hablando, hablando se hicieron las mil quinientas. A la salida del bar, con un pedo increíble, nos juramos amistad eterna.
Para seguirle el juego me acerqué a la dirección que figuraba en el mensaje de texto y cuál fue mi asombro al comprobar que era una empresa de verdad, así como la oferta que acababa de recibir. Al día siguiente empecé a trabajar y al otro ya me había hecho a la idea de que las probabilidades de resistir dos años en ese tugurio prehistórico eran nulas, a no ser que el azar la hubiera tomado conmigo y se guardase un giro inesperado que compensara la decepción que me había ocasionado la sorpresa de conseguir un trabajo en plena crisis.
Mas de la mitad de los empleados superaban los sesenta años. El resto había heredado el puesto de su padre o de su tío, ya que en la compañía se había institucionalizado esa tradición sucesoria. Yo era la excepción. La anterior recepcionista no tenía familia. El trabajo no estaba mal pagado teniendo en cuenta que no hacía prácticamente nada. Al tercer día era tal el aburrimiento que casi me quedé dormida. Mis compañeros serían trabajadores ejemplares como me dijo el dueño que salió de su despacho con cara de malas pulgas para darme la bienvenida e invitarme a contribuir en la magnífica atmósfera que se respiraba en la empresa creada por su bisabuelo.
Sería magnífica para él porque a mí nadie me saludaba y mucho menos me dirigían la palabra, excepto si necesitaban cambio para la máquina de las bebidas, situada en un cuartucho lleno de archivadores enmohecidos y polvorientos, a tres metros de la recepción. Supuestamente, ademas de las tareas de recepcionista ayudaría a otros compañeros saturados de trabajo, haciendo fotocopias, llamadas a clientes y proveedores, y lo que fuera surgiendo sobre la marcha. Sin embargo, a las tres semanas seguia sin otra cosa que hacer más que pasar las quince o veinte llamadas diarias, tirando por lo alto, a quien correspondiera.
Lo que peor llevaba era la hora del desayuno. Todos salían en grupitos sin mirarme siquiera y a ninguno le venía bien en ningún momento sustituirme en la recepción, un gesto que me negaba el descanso y el café preceptivo fuera de la oficina que ellos sí disfrutaban.
Pero necesitaba el trabajo. Cuando me echaron de la empresa de productos químicos no me quedó más remedio que volver a casa de mis padres y echaba de menos la independencia. El aburrimiento, el aislamiento y todos los peores «mientos» imaginables eran la llave del piso de alquiler que el paro me había robado y que ahora podría recuperar. Si la satisfacción compensa el sacrificio es que merece la pena, como dice mi madre cada vez que se pone tacones y acaba con los pies hechos polvo. De modo que tendría que acostumbrarme y hacer algo con las horas aparte de contarlas. Empecé a jugar a palabras encadenadas, a rememorar canciones o a cambiarles la letra, a imaginar historias truculentas acaecidas en el cuarto de la fotocopiadora, asesinatos, desapariciones, lios amorosos y la existencia de un príncipe azul camuflado en uno de esos cavernarios horribles que me ignoraban.
Una mañana mirando fijamente a Sáez, un hombre feo donde los haya, el más horrible entre el montón de horribles que componían la plantilla, comprendí que el príncipe había elegido su cara y decidí enamorarme de él.
Me pasé horas cambiandole mentalmente todas las atrocidades con las que la naturaleza le había dotado por los rasgos más bonitos de actores, cantantes y presentadores de televisión.
A partir de entonces levantarme para ir a la oficina dejó de ser un suplicio. Vivía esperando el momento en el que el nuevo Sáez llegara a mi mesa, la barriera de obstáculos y entre los dos rompiéramos a golpe de jadeos la magnífica atmósfera que tanto me agobiaba.
Así fue pasando el tiempo hasta que un día descubrí sentado en la mesa de Sáez al chico que yo había construido de retales, intramuros de mi cabeza. Fui al baño, me lavé la cara, saqué un par de cafés de la máquina y me los tomé de un trago. Volví a mi sitio y el nuevo Sáez no solo me saludó sino que se interesó por lo que hacia, como me llamaba, cuanto tiempo llevaba trabajando allí y otras preguntas que la emoción del momento dispersaron sin llegar a asimilarlas. A las once se acercó a mi mesa. -¿Te apetece desayunar conmigo-, preguntó. Le contesté que sí e intenté sin éxito volver a Sáez a su apariencia natural mientras Sahagún se ofrecía a responder las llamadas que surgieran, algo que no me sorprendio en absoluto, puesto que Sáez y Sahagún eran uña y carne.
De la oficina a la cafetería continué en el empeño de invertir el proceso de transformación al que meses antes había sometido a Sáez. Un esfuerzo en vano, pues tenía tan grabada la imagen ficticia que no lo logré, así que a la vuelta del desayuno, convencida de que me había vuelto loca, decidí marcharme de la empresa. Salir de la casa de mis padres no compensaba un trastorno psicótico.
Tan resuelta estaba a hacerlo que casi no aprecié la pregunta que Sáez le hizo a Sanchidrián: -¿Sabes dónde puedo conseguir una silla regulable? Mi padre es tan bajito… ¿Quién es el responsable del mobiliario de la oficina?
No daba crédito. Sáez no era el Sáez de todos los días. La silla de Sáez la había ocupado su sucesor.
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