Aquella sombra silenciosa, ataviada de cubo y fregona, era ánima errante entre enfermeras de blanco guante, médicos, celadores y ambulancieros. Todas consideradas personas, unas más y otras menos.

Cada día, de rodillas, frente al cepillo, el agua y el jabón; postrada ante los eslabones de una cadena de hipocresía, servidumbre y genuflexión. A unos les llamaban “don” y a otros por el nombre de pila, porque no era lo mismo ser un señor que, meramente, Josefina. Cada tratamiento era el estigma que hablaba de su condición.

Entre la envidia y la reverencia de una jerarquía de varios escalones, enfermeros querían ser doctores; ambulancieros, celadores; camilleros, auxiliares; todos ellos, el rol superior.

Y en esa escalera sanitaria parecía que todos subían, salvo aquellas que, transparentes, humildemente la barrían.

¿Cuál era el nombre de aquellas escobas? ¿Se movían solas? Nadie lo sabía…

Ellas nunca escuchaban un “hola”; tampoco, un “buenos días”. El médico estaba muy lejos y el celador, presa del miedo, de su más cercano espejo, con vil indiferencia huía.

Y la limpiadora de esta vieja historia enjuagaba la bayeta, y deshollinaba de su memoria la porquería incrustada en su dignidad maltrecha. Contemporánea cenicienta haciendo honor a viejos tiempos, pues no varían los sentimientos de quien es tratado con miseria.

Prejuzgada de antemano, nadie sabía quién era ella; solo sus manos resultaban valiosas; mas no eran manos de artista, de pianista o de creativa prestigiosa; solo herramientas hacendosas, esculpidas para trabajar.

Diluida entre batas blancas y entre cirujanos vestidos de verde, su uniforme de apagado malva se desvanecía entre corrillos de gente.

Ella escuchaba desde abajo; se enriquecía de lo que otros contaban; elucubraba fantasías en las que era mucho más que unas ropas manchadas.

¿Dónde estaba su hada madrina? Probablemente, dentro de una oficina, firmando su nómina de unos pocos euros, por cada veinte hediondas letrinas.

Observaba a sus compañeras, algunas cansadas, otras más enteras; con la amargura en la mirada y la esperanza en la cartera de poder llegar a casa y llenar bien la nevera.

¡Pobre Josefina! Nacida digna por el simple hecho de ser mujer; embargada de su amor propio, denigrada por el oprobio de, tristemente, no ser.

Ella no quería un gran patrimonio; tampoco un talón millonario; no quería un piso propio, ni una tarta con velas por su aniversario. Ella solo quería ser… Ser una persona con nombre, merecedora de saludo y despedida; ser respetada en su oficio y, en cierto modo, ser querida.

Y es que, desnuda en su cuarto de baño, contemplándose en su inmaculado espejo, era consciente de que su reflejo era similar al de aquellas enfermeras; ¡qué sólo cambiaba el color de una bata! Y un color no abarata el valor de quien se es.

¿Qué clase de honor ostenta el que maltrata? ¿Es un ser superior quien al débil golpea? ¿Acaso un título acredita a ser cruel con quien faena?

Josefina, por desgracia, tiró la toalla empapada en sudor. Colgada de una soga alta, al alba, la encontraron los guardias en el Punto de Información. A sus pies, ensangrentada, una carta con letras temblorosas y borrones de azulón:

“Me llamé Josefina y limpié pasillos de esquina a esquina; posiblemente, ninguno de ustedes escuchó mi voz, pero pisaron los suelos que con tesón barría; utilizaron instrumentos que limpiaron mis manos de piel y lejía; supe de sus amores, de sus enfados y sus envidias; permanecí muda, como una gárgola entumecida, insuflada de vida para fregar. Sé que no van a llorar mi muerte; puede que nunca conozcan mi suerte; pero se han de acordar de aquello que no me debieron negar. ¡Mi nombre! ¡Josefina! ¡Yo me llamo Josefina! La sapiencia de haber existido, no me la pueden quitar.”

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