El tiempo pasó, como pasa el eco de un músico callejero, sin dejar huella de su presencia, pero su vida sólo seguía teniendo sentido encima de un escenario de teatro. Cuando era joven y aún creía que podía cambiar el mundo, y sus ojos hablaban con inocencia al mirar, ya leía a Peter Brook, o a Yoshi Oida. Y en la soledad de su habitación escribía historias sobre personajes a los que le gustaría interpretar algún día. Personajes inadaptados, perdedores, inconformistas, infelices, ó simplemente llenos de interrogantes. Y ese día llegó.

Pasaron los años sin dejar rastro en los calendarios, y sus amigos se hicieron banqueros, médicos, abogados… Pero su camino no se podía escribir con los trazos reconocibles de la monotonía, y menos aún con la tristeza del éxito vacuo. Sus pasos tenían la voz de la pasión, de esa pasión que tiene algo que escudriñar en una realidad escondida.

Las clases de interpretación, expresión corporal, escenografía…, dieron paso a una lectura compulsiva. Quería impregnarse de la sabiduría de otros para poder pintar su propia experiencia en el espacio y en el tiempo. Y en eso el teatro tenía algo más de verdad. Descubrió la conexión de la acción con la emoción, el poder de la intuición sobre la razón, la conexión del cuerpo con la mente.

No pasó mucho tiempo desde que la ingenuidad y la utopía necesaria dió pasó a la decepción, más tarde al cansancio, y por último al miedo… al miedo mismo a la existencia. Eran años de crisis económica, los sucesivos gobiernos y también sus ministros de Productividad -antes Cultura-, no paraban de hablar de lo importante que era repensar el trabajo en aras de una recuperación necesaria para el país. La consigna repetida era: «sólo la utilidad de lo que se produce puede salvarnos de la bancarrota». Así pues se crearon departamentos ministeriales dedicados a suprimir y crear nuevos modelos de trabajo útil y productivo, y cómo las leyes no permitían prohibir ciertos trabajos, se crearon las condiciones para penalizarlos. En poco tiempo se consideró inútil el teatro y, además de grabarlo con impuestos inasequibles, se instaba a la ciudadanía a no perder el tiempo con entretenimientos que, según los consejeros de los gobiernos aportaban poco al Producto Interior Bruto. Y además -y esto lo decían con la «boca pequeña»- esos llamados actores y escritores se atrevían a cuestionar los fundamentos inamovibles de las leyes.

Pasó el tiempo, pasó la crisis… pero desde el Parlamento sus señorías tenían muy interiorizado que desde que el Arte -y también el teatro- había dejado paso al trabajo útil, cesaran en gran medida las críticas a las políticas gubernamentales, por lo menos desde los escenarios.

Pero ese miedo a la existencia misma se convirtió en su tabla salvavidas. Durante un tiempo se dedicó a buscar trabajos que no tenían nada que ver con «ese oficio estéril pero peligroso» como llamaban los últimos presidentes del gobierno a los actores del cine y de teatro. Buscó y encontró todo tipo de trabajos útiles. Madrugaba, desayunaba, trabajaba, comía, dormía… así un día tras otro. Pasado un tiempo se miró al espejo y no se reconoció. Se preguntó quién era aquel extraño que lo miraba cada mañana al levantarse.

Necesitaba reconocerse en el espejo. Ya no era joven, ya no creía que podía cambiar el mundo, pero tenía la certeza de saber como ser feliz. Recordó su última actuación antes de la crisis, su papel en el monólogo teatral «Novecento», de Alessandro Baricco -y la película que dirigió sobre esa obra Giuseppe Tornatore-. Recordó las palabras de aquel pianista incomprendido y genial, que no se atrevió a bajar nunca de aquel barco aunque le costara la vida… Recordó aquel teatro abarrotado de público, y la escena de la escalera, mirando al horizonte, con su sombrero y un abrigo de color camello. Recordó también las palabras de Novecento pronunciadas por él sentado frente a un piano, y el público en silencio aguantando la respiración… «Un barco tiene un principio y un final. Un piano tiene ochenta y ocho teclas. Y con esas teclas finitas puedes crear música infinita. Así es fácil vivir.». No sólo lo recordó, lo vivió en su piel como actor. Cuando en aquel teatro, caracterizado como Novecento, pronunció aquella frase, después de tirar su sombrero al mar, se estremeció: «En aquella gran ciudad en la que no se veía el final, lo que me detuvo no fue lo que vi, fue lo que no vi.»

Recordó que antes de ensayar e interpretar aquel papel leyó la obra varias veces, y la primera vez, al cerrar el libro, se quedó pensativo. Esos minutos le parecieron eternos. Con estos pensamientos volvió a su local de ensayo… Le estaba esperando el director de su pequeña compañía para decirle que el teatro ya no daba dinero, que no podían hacer frente a las deudas y tendrían que dedicarse a otra cosa. La Compañía estaba embargada y sus casas también. Sus únicos bienes eran las ropas que llevaban puestas. El director bajó la mirada y esperó su respuesta. Él le puso una mano en el hombro, y le contestó:

– Mi vida es el teatro. Puedo trabajar o vivir.

Sacó unas fotos de aquella actuación en la que daba vida al genial pianista y se las enseñó. Le preguntó si entendía por qué Novecento nunca bajó las escaleras de aquel barco en desguace al que iban a dinamitar. Él mismo contestó:

– Porque prefería acabar su vida en aquel barco, que salir a un mundo que no tenía final.

Entonces se dio cuenta que no iba a hacerle cambiar de opinión, y con lágrimas en los ojos se abrazaron. Se alejó lentamente, y supo que nunca sería infeliz. Mientras se alejaba volvió por última vez la mirada, y él lo saludó con el sombrero de Novecento, aquel sombrero que acabó en el mar, y con el que nunca bajó del barco. Aquel sombrero que, en su última actuación lo salvó para siempre.

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