Aquella noche, me tocó trabajar en la gran mansión de D. Ernesto de Lara, siendo esta velada de tormenta, abundante en lluvia y truenos. En la cama libraba una agonizante pelea por la vida el dueño de la casa, sus hijos apostados a ambos lados de la cama, no me dejaban ver al moribundo, no era de edad muy avanzada pero un número indefinido de accidentes lo habían llevado a este lamentable estado. La inoportuna tormenta que nadie esperaba, soltó un estruendo que espanto al caballo que montaba cada tarde d. Ernesto, asustado el caballo galopo hacia la zona de bosque, donde una rama desmonto al cualificado jinete, que al caer se golpeó con un pedrusco en la cabeza, levantándose mareado y confuso, fue pataleado por su propio caballo.
Yo por mi cuenta, trabajaba allí donde me tocase cada día, unas veces en la soledad de la calle, en una carretera alejada o entre sollozos de algunos de los familiares, que no todos sentían, ya me había acostumbrado, pero al principio se me hizo duro vivir del dolor ajeno.
En otra ocasión visite la casa de la señorita Ofelia, aunque no superaba en mucho la cuarentena, su mal carácter le había llevado a una vida de soledad. No dialogaba con la mayoría de los vecinos de las escaleras, los niños le huían por su desagradable voz, cuando se ponía a gritar, sonaba como un enjambre de avispas, pero en la soledad de su casa era una mujer de lo más normal, preocupada por todo lo que le acorralaba, todo era fachada para esconder sus miedos y su pasado. Desde que su marido se fuese de su lado, se volvió antisocial, esta vez no aguanto más, encendido el gas, permaneció sentada esperando que esa niebla invisible acabase con su vida, pero no estaba sola, yo también estaba allí estaba haciendo mi trabajo, es lo malo de llamarme muerte.
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