Cuando le quité el pañal, los excrementos rebasaron por sus piernas, empapando las sabanas y mis manos, mientras un fétido olor inundaba mis fosas nasales, haciéndome contraer instintivamente todos y cada uno de mis músculos.
A pesar de ser un ejercicio que había realizado cientos de veces, la náusea me invadió cegando mi razón y por un instante, estuve tentado de salir corriendo de esa habitación.
No fue más que un segundo, pues en cuanto mis ojos se cruzaron con esa mirada agradecida que me contemplaba operar y vi esa boca desdentada que me sonreía en una mueca de infinita ternura, dejando escapar pícaramente una risa divertida, la animadversión instintiva se marchó, entre el eco agudo de la risa que me envolvía reteniéndome en la habitación.
Con la mano limpia, acaricié tiernamente la cabeza calva que encumbraba a la sonrisa sin dientes, y su mano, rauda, se agarró a la mía, terminando de empantanarla con los desperdicios que previamente había acarreado desde sus partes bajas.
Ambos, permanecimos unos segundos tranquilos, así tomados de la mano, sin hablar, sólo mirándonos y sonriendo. Él agradecido por mis atenciones, yo, satisfecho de poder serle útil.
Después me soltó y yo procedí a limpiar de arriba abajo ese cuerpo desgastado por el uso y el tiempo, mientras el anciano no dejaba de acariciarme, ya con sus manos limpias, mi cabeza, como una señal de feliz agradecimiento a su asistente sociosanitario.
… De este modo acababa el diario de mi padre, un hombre que trabajó por los demás durante cuarenta años y que lloró como un niño el día que, por falta de recursos de las administraciones públicas, cerraron la residencia en la que cuidó de tantos hombres y mujeres.
Ahora, ustedes, me van a permitir que me despida, pues mi padre es ya un hombre anciano y creo, por el olor que percibo mientras le leo en voz alta los recuerdos que durante años dejo escritos, que se ha hecho caca.
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