El negocio de Aurori es una mina

El negocio de Aurori es una mina

—¡Maribel! Vete a mi casa inmediatamente. Es una emergencia. Tienes que vaciarme la nevera.

—¿A ti qué te pasa? ¿Qué le pasa a tu nevera?

—Me he torcido un tobillo. Estoy en el hospital. Coge lo que hay en las bandejas y llévatelo a tu casa. ¿Lo has entendido?

—No. No entiendo nada.

—Luis tendría que volver mañana como cada viernes y…

—¿Y qué?

—Va para casa. Acaba de llamar. Te lo pido por favor. Yo tengo aquí para rato. Luis no puede ver lo que hay en la nevera o…

—¿O qué? ¿Qué tienes en la nevera?

—Un negocio.

—Me estás asustando, Aurori. ¿Qué negocio?

—Luego te lo cuento. ¿Vas a ir o qué?

**********

¡Menuda sorpresa! Las bandejas, normalmente deshabitadas, estaban repletas de envases. Por suerte, ninguno era lo suficientemente grande para albergar despojos humanos, ni tan pequeño como para contener unos cuantos mililitros del esperma de Brad Pitt; dos de las horrendas posibilidades que consideré mientras echaba el bofe, corriendo a todo correr las cuatro manzanas que hay desde mi casa hasta la suya.

La primera idea no tenía ni pies ni cabeza. Cierto. Fue un pensamiento automático. En cambio, la segunda, por inconcebible que pudiera parecer, adquirió más y más fuerza conforme se materializaban en mi imaginación las últimas neuras de Aurori: comprar por internet y quedarse embarazada. Y en vista de que Luis llevaba una década sin ver el momento de ir a un especialista que les confirmase su inutilidad procreadora, y sabiendo lo anticipada que es mi hermana para todo y lo experta en gangas que se ha vuelto, tal disparate no era ninguna locura, salvo porque se había referido a «un negocio». ¿Venta de niños? ¡Por Dios!

¡Qué alivio! Era comida. Etiquetada y con instrucciones: «A. Pérez: Extender sobre una rebanada de pan caliente», «H. Guijarro: Utilizar como salsa en ensaladas y pastas. Calentar hasta que se licúe».

Me quedé asombrada. Aurori siempre ha sido igual de desastre para la cocina que yo. Las dos nos alimentamos básicamente de lo que nos hace mamá. Cocinar es su mayor felicidad. Cocinar y la garantía de que sus hijas no consuman las porquerías que venden preparadas, con las que sobreviven hoy en día el noventa y muchísimos por ciento de las familias. Las mujeres no tienen tiempo de recrearse haciendo un buen guiso y los hombres, pues los hombres, ya se sabe, dice la pobre mujer cargada de razones, que a nosotras nos viene fenomenal no contradecir. Solo siento el día que os falte. Ya podéis ir anotando mis recetas. Por lo menos las fáciles; las de poner una olla y dejarla que se haga mientras vosotras hacéis lo que tengáis que hacer. Cualquier día me lleva Dios y…

Así que mamá no solo le había pasado sus recetas a Aurori, sino que la había enredado en un negocio de comida a domicilio. ¿Entonces por qué no la había llamado a ella? Eso era un sinsentido. Aparte de que mamá, antes muerta que utilizar recipientes de plástico. A ella del cristal no la saca nadie. Se le ha metido en la cabeza que las comidas en el plástico cogen un regusto asqueroso, como cuando te llevas a la boca un guante de fregar para quitártelo con los dientes.

La curiosidad me venció. Abrí un táper y por el extraño color de lo que parecían croquetas sin pasar todavía por el huevo y el pan rallado, tuve la certeza de que mi madre estaba fuera del «bisnes» de Aurori.

La comida entra por los ojos, lleva repitiendo mamá toda la vida, y, desde luego, unas croquetas con ese color marronáceo eran cualquier cosa menos apetecibles. Además, tenían un tufo raro. Nunca he sido una privilegiada en cuestión de olfato y, para colmo, llevaba días con un constipado monumental, pero, aún así, noté que olían. Las croquetas de mamá no huelen hasta que se fríen y según ponía en la notita pegada a la tapa con dos celofanes, lo que fuera aquello no era necesario freírlo.

Destapé otra tarrina, en la que había una especie de torta cubierta de ajo y perejil y una tercera que contenía dos bolitas del tamaño de las mini albóndigas que hace mamá, especiales para mis niños. No cabía duda. Todos aquellos alimentos estaban elaborados con la misma masa. La textura y el color eran idénticos. Ese color era…

De repente, todo cobró sentido. Toñi. El cáncer de Toñi. La asociación, donde Aurori la acerca los lunes y viernes. Allí les enseñan multitud de trucos para minimizar los efectos de la quimioterapia. Claro, eso era.

Eso era… ¡Marihuana!

**********

—¡Estás loca!

—¿Te ha visto Luis?

—No, pero…, ¿cómo se te ha ocurrido montar ese negocio de mierda? ¿Qué quieres? ¿Acabar en la cárcel?

—¿Quién me va a denunciar? Para esa gente es una necesidad. A mí no me cuesta nada y se gana un buen sueldo.

—Pues pon un anuncio en la parada del autobús.

—Hija, qué antigua. Ya tengo una página en internet.

—¿En internet? ¿Y tienes muchos pedidos?

—No doy abasto, la verdad. Anímate tú. En una semana te sacas para los «Manolos» de tus sueños.

—Sí. Y me voy a lucir los taconazos a Las Barranquillas o como se llame el hipermercado de la droga. Estás fatal.

—Tú sí que estás fatal. ¿Hasta las Barranquillas quieres irte a buscar una oficina de correos?

—¿Te mandan la droga por correo?

—No te enteras. La que manda soy yo.

—¿Marihuana por correo?

—Ja, ja, ja. Ni que cagara marihuana.

—¿Perdona?

—¿Por qué te haces la tonta si me has oído?

—¿En serio no cocinas con..?

—¿… marihuana? ¡Qué pereza! Pero oye, bien mirado…, podría ser otra línea de negocio. Hay depravados de todos los gustos. ¿Cómo lo ves? ¿Te apuntas?

—¿Yoooooo?

—¿Por qué no?

—Si mamá se entera de que hay gente que come mierda de verdad…

—Por placer, ehhhhh.

—¡No me digas! ¿Y tú cómo…?

—¿Eso qué importa? Olvídate de mamá y ponte a consumir fibra.

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