Trabajo en un cultivo de rosas de exportación. Tardo más de hora y media en desplazarme de la ladera, cubierta de casas de tejas de zinc y ladrillos mal colocados, hasta los invernaderos en donde están los cultivos de estas bellas flores.

Desciendo tan rápido como puedo para tomar el transporte público. Un bus donde me estrujan como si una espina recorriera mi cuerpo. Por los rostros de los otros pasajeros creo que sienten lo mismo que yo. No es agradable tener nuevamente el desayuno en la boca, el sabor amargo de una mezcla de café y una papilla de pan. Nunca me acostumbraré a ese vaivén con olor a gasolina quemada.

En la noche, de regreso a casa, vuelvo a vivir lo mismo. Al subir la loma siento que respiro mejor. Mis hijos abren la puerta con la felicidad de tener nuevamente a su madre en casa. Su padre se fue hace más de un año a comprar el pan y nunca regresó.

Todavía voy a la Estación de Policía a preguntar por él. Su foto ya casi no se ve en el tablero, las fotos de los otros desaparecidos echaron una pared de olvido sobre las anteriores. Creo que va a llegar el día en que sus nombres serán sólo recuerdos. Recuerdos de aquellos que tienen familia. Mi consuelo es que no soy la única que llora, detrás y delante de mí hay muchas mujeres con los ojos secos de tanto llorar. El barrio está lleno de esos casos, de los que vivimos del recuerdo. Hay varios muros, muros de lamentos, donde quedan registrados los nombres y algunos rostros de los que se resisten a que sus seres queridos desaparezcan del todo.

Los ojos de mis dos pequeños son capullos de rosas. Un agua de panela con leche, bien calentita, nos arropa el corazón. Mi casa es un jardín de rosas con aroma de hogar. Soy feliz, acepto con resignación lo que vida me depara, aunque en las noches de silencio eterno, llorando pido por el regreso de Pedro. La Virgen con el ramillete de rosas me sonríe desde la pared.

Aquí voy nuevamente en el bus cruzando la ciudad. A través de la ventana veo a algunas personas tratando de colgarse de la puerta del bus, parecen racimos de plátanos maduros a punto de caer. Doy gracias a Dios por estar sentada, la comodidad me llena de seguridad. Miro el reloj, falta más de cuarenta y cinco minutos para llegar al trabajo, el saber que voy para el rosal me tranquiliza. El contacto con las rosas alegra mi día.

Rojas, amarillas, rosadas, blancas, fucsias. Rosas.

Al bajarme del bus corro para llegar a tiempo y registrar en el reloj la hora de llegada. Siempre me toca limpiar los zapatos que parece que hubieran nadado en un lodazal, especialmente en las épocas de lluvia. El pasto húmedo, con gotas de rocío, me ayuda a quitar el barro que se pega como los malos pensamientos.

Las compañeras de trabajo corren igual que yo. Por fin respiramos tranquilas cuando tenemos puestos los uniformes y las botas de caucho. La gloria, cuando entramos y vemos los rosales en flor, pero no falta la compañera que solo ve las espinas.

Empiezo a cantar en voz baja, muy baja para evitar que me llamen la atención. Aquí venimos a trabajar, escuché un día la voz de trueno del amargado que teníamos por supervisor. Afortunadamente, ya no está. Logramos que se fuera cuando trató de aprovecharse de Anita, era tan indefensa.

Aromas, aromas y más aromas. Los rosales son alfombras de colores que exhalan vida a través de sus aterciopelados pétalos. Es el amor vivo representado en una flor bendecida por Dios.

Qué afortunada soy de trabajar allí, en medio de flores que exhalan sus aromas como sí ellas también suspirarán de admiración por la naturaleza.

Cuando yo era niña acompañaba a mi madre a la plaza de mercado. Recuerdo especialmente un domingo, salimos temprano antes de que despertara mi hermano menor. Mi padre se quedó en la casa cuidándolo. Llegamos a la plaza a las ocho después de caminar y caminar. Tomada de su mano, recorrimos los atajos que mi madre conocía, su andar seguro me hacía sentir protegida. El florista me regaló una rosa color salmón, para una preciosa niña, dijo.

Coloqué la flor en un vaso con agua y la admiré cada minuto del día. Al cabo de las dos semanas la flor fue perdiendo la lozanía, yo quitaba los pétalos y las hojas que se iban secando, pero llegó el día en que la encontré doblada como sí se hubiera cansado de vivir. La saqué del vaso para sembrarla en el jardín. Con mis pequeñas manos hice un hueco, la tierra abonada parecía complacida, mis dedos la arañaban con cuidado para no hacerle daño. El tallo grueso con grandes espinas fue penetrando lentamente, parecía feliz de regresar al lugar donde nació. Lo cubrí con la tierra que había sacado y la aplané para asegurarlo. Mis uñas quedaron negras dando cuenta del trabajo realizado. Lo rocié con agua, las pocas hojas que quedaban se movieron como resistiéndose a morir.

Todos los días salía al jardín para ver su crecimiento. Llegaba del colegio, dejaba el maletín con los útiles escolares y corría hacía él para admirar una nueva hoja o la que había crecido un poco más, las espinas crecían fuertes, el centímetro más alto, todo me emocionaba. Lo rociaba con devoción. Y aquel día maravilloso en que vi el primer botón que albergaba una flor, para mí fue como una madre gestante que espera a su primer hijo. Fueron días de júbilo.

Hoy, al igual que aquel día en que por fin floreció la rosa, estoy feliz de estar en medio de los rosales donde trabajo. Una alfombra de colores y aromas que alegrará la vida a miles de corazones en el mundo.

Rosas de exportación. Rojas. Amarillas. Fucsias. Blancas. Rosadas…

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