La pluma hacía un ruido molesto, como de cuchillo mal afilado, nunca pude entender que le tuviera tanto cariño. Era de color granate, con la punta dorada, y mi hermano Diego la cogía como si quisiera atrapar un puñado de aire. Con la misma devoción que el día en que consiguió su primer trabajo, cuando mi padre se la regaló, una copia perfecta de la suya. Siempre había sido su favorito; que lo hubiera cuidado durante su enfermedad no era más que una excusa. O una excusa de mi hermano para quedarse con todo, con casi todo. Entonces no pensaba que una pluma podría desdibujar mi mundo en un instante.
Pero Diego de Osma no podía firmar en dos segundos como los demás: La “D” de Diego que lo abarcaba todo, la elipse perfecta de la “O”, y el apellido de la familia sin dejarse una curva. Despacio, con trazos claros, y esa floritura disparada hacia arriba para terminar la rúbrica. De niños, nos reíamos de Don Perfecto, de su esmero por dejar todo impecable, sin pasar por alto un detalle. Y ahora el señorito se permitía el lujo de darme consejos. Pero ¿qué esperaba? ¿Que hubiera seguido trabajando en aquella ONG eternamente?! Ya no me hacía falta.
Entonces volvió a entrar el notario, esa caricatura de “niño bien” encorbatado, amigo de la familia de toda la vida, claro. Venía directo hacia la mesa, mientras yo lo miraba incrédulo; pero ¿qué nos venía a decir ahora?, ya nos había echado el rollo sobre el primogénito: que mi padre no quería dividir ni la empresa ni las propiedades, y se las dejaba a Diego, al mayor, al más capacitado para gestionarlas. Las cuentas y las deudas nos las repartiríamos como buenos hermanos; así se cumplía la ley, y mi padre sabía bien que yo me bastaba solo para gastar dinero. El notario ya estaba otra vez en su lado de la mesa; se le había olvidado un detalle: el hermano menor, o sea yo, podía seguir viviendo en el piso de la calle Lagasca, y no tenía que pagarle a Diego el alquiler. Gracias, papá.
La pluma se agitaba delante de mis ojos; mi hermano me la ofrecía, intentando sacarme de aquel ofuscamiento. La cogí sin pensar y firmé rápidamente, clavándola con fuerza en el papel, venciendo el impulso de emborronar su firma con la mía. Cuanto antes acabáramos, mejor. Sólo quería salir de allí y probar mi dinero; pero antes de eso, pensaba encararme con Diego. Después de firmar, debí de echarme la pluma al bolsillo de forma automática, mientras anticipaba ansioso el momento de recordarle su egoísmo: no podría haberte salido mejor, hermano. Ahora la giraba mecánicamente entre el índice y el pulgar de mi mano derecha. Pero ¿qué más da?, con la empresa de mi padre, podría comprarse todas las plumas que quisiera. Aunque era ésa la que me hacía recordar su firma, su sombra alargada; la que ahora reflejaba mi perfil negro, distorsionado por una maraña de pensamientos.
En la pantalla de mi televisión, las protestas y las guerras cruzaban montañas y fronteras como tormentas de verano, como si un hombre del tiempo las dirigiese con su varita mágica; pero yo sólo podía distinguir los trazos de la pluma de mi hermano. ¡Lo veía hasta en el telediario! Ahí estaba Diego de Osma, otra vez firmando documentos. Enfocaban a mi hermano, su mano, una pluma oscura: “El heredero de una de las mayores empresas inmobiliarias del país dona todo su patrimonio a una conocida ONG.” Me incorporé lentamente, acercándome incrédulo a la pantalla sin terminar de levantarme. La empresa, los pisos de mi padre, hasta el sofá en el que estaba sentado eran propiedad de la ONG en la que yo había estado trabajando hasta que empecé a soñar con la herencia.
Recorría la habitación como si me hubieran salido un par de ojos nuevos: Buscaba mi sitio bajo la lámpara –la lámpara con forma de gramófono que había traído mi padre de Singapur– en la reproducción de Turner y el esplendor de su mundo caótico; en la foto de la boda de mi hermano, que sonreía entre mis guías de viajes desparramadas. Parecía que todo hubiera aparecido de repente en mi salón –en el salón de la ONG. La voz de la presentadora de la 1 sonaba ahora lejana contra la nitidez de las imágenes, bajo el brillo cegador de la nueva realidad. La noticia se había acabado y yo seguía dando vueltas a la pluma, todavía aturdido. La miré fijamente por última vez y la dejé encima de la mesita del salón, como quien interrumpe un conjuro porque sabe que funciona. El teléfono sonó como un grito hondo; el primer timbrazo duró mucho, y siguió sonando hasta que acabaron las noticias. Sentí que su vibración había roto todos mis espejos, y yo me movía inseguro, casi a ciegas, temiendo poner los pies sobre unos cristales invisibles. Cuando parecía que había parado, yo ya atravesaba la casa como si hubiera sonado la alarma de incendios.
Saqué las maletas que usaba para los viajes largos, y las de fin de semana. Empecé por mi habitación. El teléfono llevaba un rato sin sonar, y todavía no me había cortado con ningún cristal. Ya más tranquilo, me dirigí hasta el salón para reservar un vuelo que saliera del país esa misma tarde; ahora sólo tenía que pensar en un destino que me pudiera permitir. Después seguí peinando la casa buscando el más mínimo rastro de mí mismo, lo empaqueté todo despacio, con cuidado, como si pretendiera limpiar hasta mi sombra. Todo cabía en dos maletas.
Fin
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