La fortuna, si alguna vez te acompaña, se queda poco tiempo cuando eres pobre. Un golpe de mala suerte restablece el estado natural sin darte tiempo a disfrutar de tan inesperada visita. Es algo que aprendí el verano en que cumplí los diez años, haciéndome mayor a base de probar todo aquello que los mayores se reservaban para sí mismos. En un pueblo pequeño escondido en la ladera de la montaña donde la evidencia de otro mundo era el silbato del ferrocarril que pasa por el valle, hacerse mayor era la ambición natural de todo niño.
Mi primo y yo nos criamos juntos. Nuestras madres son hermanas y se casaron el mismo día, en la misma ceremonia, para ahorrar costes. Mi primo se adelantó y llegó al mundo antes que yo pero enseguida le alcancé. Nuestra vida en el pueblo era la misma, tal como si fuéramos hermanos. Cuando su madre nos arreaba con el palo de hierro, que decía ella, nos caía a los dos por igual y equitativos eran los guantazos de la mía.
Así fuimos creciendo, compartiendo vara y alimento, padres y amigos, colegio y recreo. Pero la vida nos reserva a cada uno nuestro propio destino.
De todas las opciones prohibidas, ese verano nos iniciamos en una de las más perversas: el juego de cartas con apuestas. Formamos un grupo que de vez en cuando aprovechamos la despreocupación de nuestros padres para jugarnos la paga del domingo, todo nuestro patrimonio.
Una mañana nos reunimos Juanito, Manuel, mi primo y yo. Hacía calor. Encontrábamos algo de alivio escondidos a la sombra de los alisos a las afueras del pueblo, más por evitar que nos pillaran jugando a las cartas que por el calor estival.
Juanito era gitano, el hijo mayor de la única familia gitana que vivía en el pueblo, aunque no durante todo el año. No era de nuestra pandilla al contrario que Manuel pero si asiduo de las timbas. Manuel es hoy en día el alcalde del pueblo lo que no me extraña dada la iniciativa que tenían en aquel entonces. Jugábamos al giley, al julepe, al “hipoputa”. Cualquier juego donde se pudiera apostar y no se necesitara emplear mucho tiempo en cada mano. Como furtivos del juego, no teníamos mucho tiempo para desaparecer sin levantar sospecha así que llegamos incluso a quitar un palo de la baraja a fin de que el descarte fuera más rápido y las partidas consumieran menos tiempo. Después de todo no se trataba de matar el aburrimiento sino quizás de la emoción del pecado, tampoco nos lo planteábamos. Por supuesto nos fumábamos nuestros cigarros que previamente habíamos conseguido no sin riesgo.
Yo no solía ganar pero ese día llegó mi suerte. Había ganado las cinco últimas manos y estaba desplumando a todos mis adversarios. Nunca había tenido tanto dinero entre mis manos.
Mi primo había perdido todo su capital así que decidió irse antes para casa. Decidimos seguir un poco más los tres que todavía seguíamos apostando porque apenas habrían pasado unos minutos desde el último silbato del tren.
Al poco rato volvió a aparecer mi primo sofocado. “Tu padre te está buscando. Tenías que haber ido a comer hace una hora”. No necesitaba más explicación para comprender que el silbato que habíamos oído era el del tren de las tres de la tarde y no el de la una, como habíamos pensado.
Sentí pánico al saber que mi padre venía en mi busca. Intenté tranquilizarme. Guardé todo el dinero en una bolsa de pipas de las de antes, hecha de aquel plástico en el que te dejabas la dentadura cuando querías abrirla. Me guardé la bolsa en el bolsillo y las cartas las oculté en una pared de piedra. Nos subimos a las bicis y regresamos a casa. Al llegar al prado nos encontramos con mi padre. “¿Dónde estabas”, me preguntó. “Saca lo que tengas en los bolsillos”. Introduje mi mano en el bolsillo derecho y mirando la expresión de su cara fui sacando lentamente la bolsa de pipas repleta de pesetas y duros. Solté el aire contenido cuando las monedas estuvieron a la vista y no dijo nada. Sentí alivio cuando me pidió que sacara lo que llevaba en el otro bolsillo. El peligro había pasado.
Vi venir la mano de mi padre por el rabillo del ojo. Me arreó tal sopapo que me tiró de la bicicleta yendo a parar a un zarzal que crecía en la cuneta. Cuando caí todavía tenía en la mano el palo de oros que habíamos quitado de la baraja para nuestro juego. La había guardado en mi bolsillo al inicio de la partida y no recordé que estaba allí hasta el momento que introduje mi mano izquierda y sentí el tacto frío de los naipes y como si de un truco de magia se tratara me estremecí viéndolos aparecer de mi bolsillo.
Me incorporé con lágrimas de rabia y dolor, con el cuerpo arañado y lleno de espinas, sin comprender del todo qué había pasado. Llevé la bici hasta casa sintiendo las palabras airadas de mi padre en la espalda y a mi primo varios metros por detrás con la cabeza gacha, compadeciéndose de mi.
El castigo estuvo a la altura del delito. Reclusión y adiós a la paga. Pero no es el castigo lo más doloroso. Desde mi habitación pude oír a mis padres cómo le decían a mi tía lo que habíamos hecho mi primo y yo. Le preguntó a mi primo y él dijo que no sabía nada. Mi tía le creyó. Esa vez solo yo recibí el castigo.
Mi mejor día de suerte. Los había desplumado a todos. Me sentía solo. Desde mi habitación oí las risas de mis amigos mientras iban a bañarse al río. Oí la risa de mi primo.
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