Adela subía los peldaños de la escalera sin apenas respirar. Los ascensores estaban en el cuarto piso y pensó que iría más rápido y, sobre todo, evitaría pensar. En definitiva, solo eran dos pisos. Había quietud en el hospital aquellas horas de la noche, sin embargo, ella tenía los nervios a flor de piel. Su hija estaba ingresada desde la mañana. Se detuvo en el rellano para recobrar aliento. Poco a poco fue calmando sus pasos, ante el silencio de una estancia, casi, vacía. Esperaba encontrar, todavía, a su yerno en la sala de espera. Observó a su alrededor y solo vio a dos personas desconocidas que la miraron con resignación y paciencia. Cogió el móvil. Sin batería. Le invadió cierta decepción.
Se sentó lentamente, asimilando el momento. Comenzó a tomar conciencia del lugar, a acurrucarse en aquel asiento duro y frio. Le recorrió un escalofrío. Examinó con más detenimiento el entorno y le empezó a doler aquel espacio perfecto, sin fisuras, sin rasgos inmejorables. Y el resplandor del suelo: nítido, inmenso, vacío; sin rastro de pisadas, de palabras…Y aquella luz desmedida, demasiado blanca, demasiado gélida… Y el estruendo de la máquina dispensadora de bebida. Y el tic tac del reloj, como golpes en las sienes. Pero se fijó, especialmente, en la puerta azul del fondo.
Tenía la sensación que la noche doblaba las horas cada minuto, cada segundo. Nunca el sosiego le había parecido tan inquietante, ni las puertas cerraban con tanta vehemencia. Los pasos en aquel pasillo ancho eran como bloques de cemento sobre el asfalto. Cualquier atisbo de vida estremecía a Adela. Su cuerpo fluía al vaivén del misterio. Un hombre con uniforme rosa y paso rápido, le daba las buenas noches continuamente; entraba y salía de la puerta azul del fondo y la dejaba con la pregunta en los labios.
Cerca de ella, una de las personas, le recordaba a cada instante, con un largo suspiro, que la noche parecía inmensa; que la espera no tenía límite, y ella volvía a removerse en su sitio, como un ovillo, intentando serenarse, intentando no resquebrajar el puzzle que aún la sostenía entera. La otra persona, con un paseo cargado, proyectaba su impaciencia a través de la decoración, con la pausa y la presencia de estar, sin poder hacer nada.
Adela respiró profundamente, procurando relajarse. Recordó días de sol paseando con su hija en la orilla del mar, dejando resbalar el agua sobre sus pies, riéndose de su forma: cortos y anchos, casi cuadrados. Su risa contagiosa, vital, libre…Su temperamento visceral, expresivo, extrovertido, cargado de emotividad. Eran parecidas, casi dos gotas de esa agua turquesa, limpia y trasparente. Tenían una comunicación plena, de verdaderas amigas; incluso con fuertes discusiones que terminaban en disculpa. Una relación llena de complicidad, de empatía: palabras en la mirada, abrazos profundos, risas y lágrimas compartidas. Adela percibía cada deseo de su hija, cada logro, cada frustración. Se percataba de la fragilidad más intensa, de sus miedos, su coraje, su pesar…
Una chica con el carro de la limpieza, la sobresaltó. De repente, alguien movía, a toda prisa, una cama por el pasillo. Una enfermera apresuraba el paso. El corazón de Adela dio un vuelco y tuvo que levantarse para dar unos pasos y sentir que la sangre corría por sus venas. La puerta azul del fondo se cerró herméticamente. Y otra vez el silencio. Y la incertidumbre.
El tiempo se convirtió en imaginación y, ésta, en pesadilla. A pesar del mutismo, Adela percibía el dolor, el sufrimiento natural que luchaba por la vida. Y la batalla que esta tenía que librar por los inconvenientes del camino. Cada suspiro era una visión de prisa tensa: sangre, bisturí, mascarillas, palabras concisas, momentos precisos, únicos y trascendentes. Visiones incandescentes en su mente… y, una voz: “Señora, está bien?” El cansancio la había vencido. En una imagen borrosa aparecía, de nuevo, el hombre con uniforme rosa que le decía algo…
Adela se levantó sobresaltada y sin hacer caso a las observaciones del hombre, empezó a correr hasta la puerta azul del fondo. La abrió con todas sus fuerzas. Un médico grito: ¡Señora, aquí no puede estar!, pero el abrazo emotivo de su yerno la retuvo: “ Se ha complicado y ha tenido que ser una cesarea”.
Mientras su hija empezaba una recuperación lenta, Adela y su yerno, aflojaron su tensión, pero no el abrazo. Al separarse, se les iluminó la cara: Desde la cuna, su primer nieto y su primer hijo parecía tenderles la mano, reafirmando que la naturaleza había vencido y una nueva vida sonreía…
Eran las tres de la madrugada.
Fin.
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