La luz suave irradia una calidez apaciguadora ante mi soledad emergente. Me doy cuenta que la soledad que se ha postrado en mí no es algo que esté relacionado directamente con la operación. De hecho, siempre me he sentido sola e irreconocible en familia. En espera de la operación, miro el paral de suero y me doy la oportunidad de reflexionar. En desbalance siempre he sabido manejarme. Incluso, he aprendido a mantener el equilibirio ante circunstancias en las que otros miembros de la familia no mostraron más que señales de abandono e indiferencia. Finalmente mi espalda cedió a esa compensación de movimiento obligatoria – de supervivencia. Me enfoco una vez más en el paral que funge como punto de fuga en este momento de ofuscación. Veo como la luz se dispersa en las bolsas de suero, formando un arcoiris. Siento como esa diversidad de colores irradia una esperanza sinigual. Me altero cuando noto que dos doctores internistas se aproximan en mi dirección. Enseguida dirijo mi mirada a las diversas mangueras colgantes del paral y me siento acompañada por las alternativas que puedan resultar de la recuperación del equilibrio.
A pesar de saber de la existencia de este miembro anexo al sistema nervioso periférico y su invasión en el sistema óseo, había aprendido a hacerme a la idea que la codependencia era algo con lo que se aprende a vivir. Fue justamente en la sala de operación cuando me percaté de la dimensión real del problema. Aparentemente este miembro agresor empezó como cualquiera de los demás miembros del sistema corporal: pequeño, indefenso y hasta cierto punto necesario. La inconcebible agresión de un cuerpo extraño robó terreno para destruir el fundamento que sostenía a los diferentes sistemas en armonía. Agujeró la cavidad ósea sacra para rellenarla con su masa benigna. Ver la tomografía me hizo soltar una lágrima. De una sacudida entendí a mayor profundidad lo que similarmente ocurrió con mi familia – en casa, en donde mi soledad se originó. La disfuncionalidad entre mis padres y la comunicación cada vez más viciada transmitida a los demás miembros terminaron por cortar el vínculo familiar y lo convertieron en el lazo sanguíneo biológico que siempre nos distinguirá, pero jamás nos unirá cordialmente.
La neurocirujano y el equipo médico me rodearon. Me aplicarían la máscara de la anestesia no sin antes advirtirme de irme con un pensamiento positivo. Me era casi imposible concebir algo positivo después de percatarme de una verdad tan trágica. La asistente de la neurocirujano tomó mi mano al notar la exaltación en mi mirada. Su calor pronto me transportó a la imagen que ví en el Facebook de un minino que abrazaba con fervor a un hámster. La esperanza que incluso el enemigo puede ser razón de reconciliación me reconfortó. Me acercaron la máscara de anestesia y me sumergí en ese mundo inexistente.
“Está perdiendo mucha sangre! ¿Quién se está encargando de eso?” La voz exasperada de Carmen interrumpió las notas soprano que tan orgullosamente había estado cantando hace unos momentos. La interrupción abrupta pudo mucho para que el equipo médico se alertara. Seguí succionando la sangre profusa para cumplir con mi tarea.
“¿Volverá a caminar?” dije sin contenerme. El hueso sacro había desaparecido parcialmente.
“¿A qué te refieres?” Carmen respondió en un tono casi inaudible. Tomó un taladro y empezó a destruir parte del hueso restante para tener mayor alcance al nervio.
Me sentí inexperta, ignorante para el grado de estudios de neurocirujía en el que estaba. Pero finalmente me armé de valor, “No creo que este pedazo de hueso pueda sostener el peso total de la paciente.”
No hubo una respuesta inmediata. De hecho hubo un silencio forzado cuando el cuerpo médico nos aproximó un microscópio enorme. El brazo de este nos brindó los oculares que finalmente permitieron aumentar el tamaño. Proseguimos a cortar las capas de grasa y músculo. Finalmente llegamos a la capa mielina del nervio. El silencio me inundó con una timidez que no lograba comprender.
“Este es el nuevo miembro quien aportará apoyo a la familia.” Carmen dijo rompiendo el silencio en la sala de operación.
Me la quedé viendo sin entender a lo que se refería. Divagué hasta que finalmente me cayó el veinte. Carmen tomó el hueso donor en la mano, lo levantó como lo hace un párroco al bendecir la hostia en el altar. Enseguida lo colocó en una charola en donde martilleó hasta hacerlo añicos. Con una pinza tomó los pedazos y los colocó en las partes faltantes del hueso.
Como por obra de mágia, mis sentidos se alertaron y comprendí que ésta era la respuesta a mi pregunta hace más de cuatro horas. Me encontré con su mirada abierta y sólida. Sonrió y me pasó una pinza. No hicieron falta mayores explicaciones, ni tampoco instrucciones. La familia… esa es la que todos llevamos dentro, pensé.
Entreabrí los ojos, pero no lograba enfocar nada. Sonidos computarizados dictantes me introducían cada vez más a la realidad. Reabrí los ojos y percibí que una luz cálida e incandescente se aproximaba. Escuché una voz femenina que me llamaba e insistía al yo no poder mantener el enfoque. Una vez más y esta vez pescó mi mirada.
“¡La operación fue un éxito! Mueva su pie.”
Sin mucha elasticidad, ví como los dedos del pie izquierdo me saludaban detrás de las sábanas. Me sentí eufórica de ver que mi cuerpo empezaba a reaccionar en armonía. La doctora y su asistente me acariciaron con sus miradas y me inundaron de confianza. ¿Palabras?… no hicieron falta. El tiempo sanara las heridas del pasado.
Ya no estaba sola. Las fragancias de verano, los colores de vida y la posibilidad de formar una familia me arrullaban. Desde el balcón me deleitaba con el nacimiento del venadito. Ese miembro más de la familia me llenaba de esperanza. Asimismo me gustaba considerar que tal como esa cornamenta necesitará tiempo para celebrar su crecimiento, yo también lograré levantarme y moverme en triunfo y estabilidad en un futuro.
Fin.
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