La impostora que me ha robado mi nombre junta recuerdos con mi madre. Veo como planifica paseos con ella, van a la peluquería juntas, miran alguna película, discuten la columna de Javier Marías.
Esa no soy yo. No puedo serlo y no tengo fuerzas para luchar contra ella. ¿Es que nadie se da cuenta que esa no soy yo? Observo cada uno de sus pasos, aterrada. Porque yo, la verdadera Pía, les puedo jurar que vive paralizada por el miedo. Porque me da pánico tan sólo pensar en el día que mi vieja no esté, de fallarle cuando me necesite, de no acompañarla en la hora de su muerte.
Esa impostora ocupa mi lugar desde el día que dejé que llevaran a mi padre a un Hogar de Ancianos, ese eufemismo que se usa para designar el lugar donde reciben cuidados pero ninguna responsabilidad, ningún papel que jugar en la vida. Y así sus vidas dejan de tener cualquier valor y poco a poco, nadie más los recuerda ni visita.
Mi padre lo comprendió, porque a medida que se hundía en sus recuerdos, él volvió a ser el embajador, preocupado de estar faltando tanto a la oficina. “Pero si la gente que trabaja contigo son todas profesionales”, le digo. Y él me mira con mucha pena. “Si, pero si no estoy ¿sabes lo que hacen?…Nada. Hacen nada”, me respondió.
Yo no pude estar con él. Una distancia de miles de kilómetros nos separaban. Por eso empezó a viajar la impostora dos veces al año a Chile. Allí hablaba de la falta de un seguro de salud, de las dificultades que tiene un enfermo de corazón con la altura en Ciudad de México, de que no lo abandonaba pues costeaban el hogar que mi padre debido a una serie de irresponsabilidades ya ni siquiera podía pagar. La impostora se escondía tras el escudo de las exigencias prácticas de la vida.
Mientras tanto, yo vivía desesperada ante la imposibilidad de llevarlo a vivir conmigo ni el poder dejar a los míos para cuidarle a él. O mejor dicho, elegí a mi familia y le fallé a él.
– Tu eres su hija favorita, tienes que llevártelo, me dijo su quinta mujer.
– ¿Vas a dejar a tu papá? Yo jamás podría hacer algo así, me dijo una amiga.
Díganme si no sería genial poder decir: «No fui yo, lo dejó la impostora».
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