Los domingos, cerca de la hora de comer, las cuidadoras de la residencia nos dejan en la sala, arreglados y preparados para recibir la visita de nuestros familiares y, en los mejores casos, salir unas cuantas horas y pasar la tarde con los nietos. Clara siempre me acompaña hasta el rincón de la ventana desde la que se ve la entrada. Me acerca mi álbum de fotos y lo deja entre mis manos arrugadas. Es una chica encantadora que trabaja en la residencia desde hace tres años, también es una antigua compañera de mi hija Marta. Fueron juntas al colegio, era un colegio moderno que aceptaba hijos de la «generación de la crisis», como nos llamaban. Y, aunque sé que me mira con cierta lástima los domingos por la mañana, me gusta ver con ella algunas de las fotos de cuando Marta y su hermano Carlos eran pequeños. Y recordarla que, si vienen hoy a verme mis niños, me avise.

Mientras hablamos la sala se va llenando de gente joven. Los niños pequeños corren entre las piernas y los andadores sin comprender porqué les reprenden los adultos y sus abuelos les sonríen con comprensión. Clara tiene ahora que hablar con los hijos y contarles cómo evoluciona el catarro de uno y la cadera de otro, y con una sonrisa triste se despide como todos los domingos: «Tranquila, si les veo entrar, les diré que está aquí esperando».

La sala se vacía lentamente y por la ventana veo a las familias alejarse, los niños corriendo entre las hojas y los mayores andando con precaución para que no se caiga el abuelo. El álbum ha quedado abierto en el primer premio de robótica de Carlitos y, a su lado, una foto de Marta cuando trabaja de socorrista en la piscina. Tiene una sonrisa grande y franca, como su hermano; aunque este tiene un ojo un poco estrábico desde pequeño, el pobre.


Me hubiera gustado tener nietos. Tal vez los tenga, no lo sé. A Marta no la veo desde que se fue a Alemania, aunque ya me costaba un poco entreverla antes de eso. A veces estaba en la misma habitación durante horas antes de darme cuenta. Tal vez por eso ya no me habla. Y Carlos se casó con una italiana hace siete años, por aquí tengo la invitación de boda. Pero dejé de oírle varios meses antes y si me invitó nunca lo he sabido.

Aunque tengo a Clara, desde que murió papá no he podido volver a hablar de mis niños con nadie de verdad. Mi pobre Carlos, Carlos padre, murió sin haberse percatado de la verdad. Mejor así, le habría roto el corazón. Por supuesto, ya entonces, conocíamos a muchos «hijos de la crisis». Hijos de nuestros amigos o compañeros del colegio de los niños. Los colegios estaban llenos. Por aquel entonces era lo más habitual entre las parejas jóvenes y la leyes ya habían tenido que reconocerlos en igualdad a los otros niños.

En realidad me alegro que Carlos ya no esté aquí, no podría asimilarlo. Siempre estuvo muy unido a los chicos, solía decir que no le importaba cambiar de trabajo y tener que compartir la casa con sus padres o mi hermano, si éramos una familia.


Esta ventana tiene un resquicio, entra algo de frío, pero no quiero tiritar. Si las cuidadoras se dan cuenta me alejarán de ella y me gusta estar aquí cuando las familias regresan por la tarde. Ahora la sala está tranquila pero aún repleta de los que nos llamaron la generación de crisis: viejecitos hablando con unas sombras traslúcidas. Doña Mariana tiene sentada junto a ella a una joven de largas piernas, cuyos tacones tienen que esquivar las cuidadoras, pero a la que ya no se la puede ver la cara. Don Juaquín amonesta a su hijo -del que tan solo puedo entrever una de sus manos descansando en la librería-, todas las semanas tienen la misma conversación. No puedo evitar sentir pena por ellos: a medida que sus padres van perdiendo la memoria ellos se van desvaneciendo. A algunos apenas puedo intuirlos, aunque sé que están ahí.

Yo empecé a sospecharlo cuando Carlitos tenía cinco años. Un día bañándolo, me di la vuelta para coger una toalla y no pude volver a encontrarlo. Lo busqué por toda la casa, con un ataque de ansiedad; y, cuando estaba a punto de llamar a papá, oí un chapoteo en el agua. Con alivio, lentamente, volví a verlo. No tuve valor para contárselo a papá, yo misma me negué a aceptarlo durante muchos años. Una cosa es que estuviera bien visto y otra cosa es que tus propios hijos…

Con los años, mis pequeños fueron desapareciendo. ¡Yo no los he olvidado nunca, busco sus rostros en estas viejas fotografías y recuerdo cada día de su infancia!; sin embargo, cada año me costaba más ver los ojos de mi pequeña Marta o escuchar los pasos de Carlos en el pasillo cuando llegaba tarde por las noches. Papá se enfadaba con frecuencia porque ignoraba a mis propios hijos durante horas cuando lloraban y me llamaban o cuando acudían a mí para contarme sus problemas en el instituto. Yo no podía contarle que, por más que los buscase, a veces no lograba encontrarlos. Hasta que un día, los perdí. Quizá para siempre.

Pero aquí sentada junto a la ventana, mientras cae la tarde y las familias regresan, aún tengo la esperanza de que mis pequeños me perdonen antes de que los olvide yo también. Quizá el domingo que viene, cuando se abra la puerta de la entrada, entrevea a Carlitos, algo entrado en años, tal vez con cañas ya en las sienes. Con su mujer junto a él y uno o dos nietos corriendo entre las hojas secas. Y quizá, tras ellos, una mujer bajita, con mi pelo moreno de juventud, llame al orden a sus sobrinos con un poco de acento alemán. O quizá tenga que esperar una semana más.

Fin

Hijos de la crisis

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