Creo que lo más particular de nuestra familia es que no hay fotos familiares, me refiero a una en la que aparezcamos los cuatro. Cuando era un niño, siempre había en las casas de mis amigos fotos de las vacaciones, todos posando bajo el sol o en la punta de alguna montaña. O de una navidad, de esas que hay mesas llenas de copas y miradas ya un poco afectadas por las emociones y el alcohol. O una comunión al menos, más solemnes y aburridas si se quiere. Nosotros, ninguna. Nada. Supongo que el divorcio de papá y mamá cuando Simón tenía solo un año no ayudó. No fue una separación fácil, y juntar a papá y a mamá en una misma habitación, y sin abogados de por medio, bueno, casi nunca terminaba bien. Pero lo cierto es que no había fotos nuestras en casa. Mamá compraba marcos, pero dejaba siempre las fotos de esas personas guapas que vienen ya de fábrica. Papá le decía algo aunque sin insistir demasiado. Mi casa estaba llena de imágenes de extraños sonrientes. Yo prefería los dibujos de Simón en las paredes. Me acuerdo de la primera vez. Fue tan divertido verlo arrastrarse dificultosamente por la alfombra, escapando de mamá furiosa porque había dejado sus monigotes estampados en la otrora inmaculada pared del comedor. Papá lo mimaba mucho, es cierto. Siempre le compraba las crayolas. Y jugaba distraídamente con las antenas de Simón cuando leía el diario. Como hermano mayor, debo admitir que esa atención diferencial me ponía celoso. Pero la separación de nuestros padres creó en nosotros un lazo mayor. Primero, ante la súbita desaparición de papá luego de la última comparecencia ante el juzgado. Durante siete meses no supimos absolutamente nada de él. Nos preocupamos mucho, la verdad. Simón sintió especialmente su ausencia y por las noches lloraba. Lo cual era un problema, porque sus lágrimas formaban una sabia melosa que rápidamente se endurecía, petrificando las mantas de su pequeña cama. Entonces mientras yo echaba agua caliente y refregaba, Mamá lo consolaba acariciando la pancita peluda de Simón, y susurrándole una canción de los Beatles. Eso siempre funcionaba. Simón extraña mucho a mamá, sin duda. Es verdad que quiere mucho a Roberto, el esposo de papá, pero él es más de los Rolling. Aun así, creo que los tres son felices.
Por mi parte, creo que lo que pasó con mamá es una consecuencia más bien lógica, aunque inesperada. Después del divorcio, ella tuvo sus dificultades para encontrar nueva pareja. Sergio resultó ser un imbécil. Delante de mamá se hacía el bueno, pero cuando ella no estaba, pasaba de mí totalmente. Yo le mojaba los cigarrillos. El olor que dejaba en la casa me resultaba insoportable. Y por supuesto él montaba en cólera. Mamá me reñía, pero creo que en el fondo se daba cuenta. Aunque lo toleró durante tres años. Luego, lo echó de casa. Mamá jamás volvió a tener un novio o algo que se le parezca. Por lo menos que yo sepa. Porque si bien algunas noches salía hasta tarde, creo que fue cuando le dio por la militancia ecológica. Primero fue la causa por las los focas del ártico. Más tarde fue la barnacia cuelliroja, con intermitentes cruzadas a favor de la grulla trompetera. Luego del episodio con la señora Mayer, cambió de hemisferio y especie. Y se volcó a la protección forestal. Pienso que los árboles, más allá de su importancia en el ecosistema global (entiéndase que de esto sé muy poco) le inspiraron un sentimiento de arraigo que ella necesitaba. Es que los árboles pueden migrar como especie, pero individualmente siempre están donde nacieron. Y con quienes nacieron. Una cuestión de raíces. Pues a la señora Mayer, la dueña de la casa que alquilábamos, no parecía importarle mucho esto. Y con la excusa de que la vibración de las alas de Simón hacía un ruido ensordecedor (se hicieron muy fuertes durante la pubertad, es cierto), nos pidió que abandonáramos la casa y en lo posible el barrio. Entonces, mamá marchó. En teoría era sólo por un par de meses: iba en busca del organismo vivo más antiguo de la tierra. Según le dijeron era un árbol. Creo que mamá buscaba en él un secreto o una revelación. Pero eso es algo que le susurró a Simón cuando fuimos al puerto a despedirla y que nunca me animé a preguntarle. A los pocos días de su partida, recibimos una carta que mamá nos había enviado desde alta mar, contándonos de la paz que había en ese inmenso océano. Nunca más volvimos a saber de ella.
Simón todavía la dibuja, la mayor parte de las veces arriba del árbol más raro del mundo, y al lado la casa de papá y Roberto. En ocasiones saludan asomados por la ventana, otras están apoyados en la pared. A mí me dibuja siempre trabajando sentado en un escritorio al lado de esa casa. Creo que es una especie de reclamo encubierto.
Ahora a todo el mundo le gusta tomarse fotografías constantemente, en cualquier situación y por cualquier motivo. Creo que quizás eso nos aleja un poco del normal de la gente. Yo siempre he preferido los dibujos de Simón a cualquier fotografía. Aunque él nunca se dibujó a sí mismo.
FIN
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