Confiaba en mi padre, el podía cambiar el mundo. Era digno, honesto, justo y poderoso.
Desde la terraza de casa observábamos como pastaban las ovejas y frente a nosotros se erguía orgullosa la sierra madrileña. Eran tiempos en los que al colegio íbamos andando y los perros nos esperaban para acompañarnos a casa a la salida de clase. No había tráfico. Vivíamos a las afueras de Madrid.
Aquél recuerdo se inicia con el ruido estruendoso de un ejército de excavadoras, un millar de máquinas se adentró en el campo y arrasó con los árboles, rompiendo la unidad de la tierra y derribando las pequeñas casas que estaban dispersas a lo lejos.
En esa primera mañana de asombro cogí con fuerza la mano de mi padre, le supliqué que hiciera algo, me abrazó y me dijo que algún día entendería lo que es ser republicano.
No entendí aquella respuesta, pero quedó grabada en mi memoria.
Las excavadoras y el ruido se mantuvieron activas durante más de veinte años, donde había campos construyeron el actual paseo de la castellana.
Ya nunca entro el arco iris por las ventanas sino que se coló el polvo de la dictadura y comprendí lo que es tener ideales.
Polvo y tierra del que hicieron cemento con el que construyeron el barrio. Casa calle fue inaugurada celebrando su nombre (Capitán Haya, General Mola y al guiño Carlos Maurras), no faltó la iglesia ni el parque con los columpios.
Dimos la bienvenida a nuestros nuevos vecinos y comenzó la etapa de las mudanzas: maletas llenas de medallas de oro al honor y vacías de libros.
Mientras, nuestro orgullo, la biblioteca, se trasladaba al trastero y Federico García Lorca, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Tolstoi…, vivirían en aquel lugar húmedo y oscuro. Con dulzura fueron perdiendo su lugar en las estanterías. Primero les pasábamos el plumero y con voz clara, al dictado, mi padre confeccionó una lista de cientos de libros, que titulo: “1939 Ley de censura de libros” y aquel vacío que dejaron fue sustituido por figuras de porcelana y diminutos ceniceros de plata, de relleno decía, y para adaptarnos a los nuevos tiempos.
Aquel polvo también entró de mi mano al acoger con alegría a mis nuevos amigos, y fui a sus casa y ellos a la mía, y observaba que en todos los salones, iluminado, me encontraba con el retrato de aquel señor extraño de corto bigote, el mismo que teníamos que cantar en el colegio, alzando la mano derecha antes de entrar en clase. El mismo que coronaba el salón del tío Joaquin.
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