Luego de un sencillo entierro sin llantos ni mayores consecuencias, los siete deudos de Nilda la dejaron ahí solita, en su apacible nicho del cementerio. Horas después, ya Viernes Santo, los periodistas tuvieron que sacar a relucir sus borradores de obituarios para anunciar, con gran conmoción y en todos los idiomas, que había muerto García Márquez.
Según parece en el más allá se respeta la atención de las almas en tránsito por estricto orden de llegada —sin distinción de procedencia, de profesión, ni mucho menos, del éxito alcanzado—, así que coincidieron, Gabriel y Nilda, en la espera para ser reubicados en su nuevo destino.
Él enseguida reconoció en Nilda un posible personaje de sus cuentos. Ella algo de él había leído, pero prefería otro tipo de novelas. A medida que conversaban, crecía el interés del escritor por la mujer, y las primeras preguntas, como al pasar y por compromiso, se convirtieron en una entrevista sin disimulos. ¿Por qué estaba tan flaquita y demacrada? Los ojitos hundidos, tristes. ¿No tenía para comer? ¿Era pobre? ¿Ah, no? ¿Y por qué, en los últimos tiempos, nada más que masitas y caramelos? ¿Esa había sido la causa, desnutrición? Ah, no, no, neumonía.
Después de un silencio que el nobel concedió infructuosamente a Nilda para que pudiera interrogarlo, volvió a la carga. ¡¿Cómo que no había conocido su propio país, tan lindo qué era?! Buenos Aires, donde vivía la sobrina, pero la agobiaba tanta gente. Y los alrededores de su ciudad, claro. Qué lindo nombre el de tu pueblo, Nilda, ¡Esperanza! Ella ni siquiera sonrió. Agregó con nostalgia que solía ir a Santa Fe a visitar a una prima. Pero al río no, porque no le gustaba. Sí, se había quedado con ganas de viajar lejos. Él conocía el mundo entero. Pero Nilda no atinó a preguntarle cómo era y volvió a su eterno gesto de impaciencia. No, en los últimos años ni a misa iba. Solo caminaba en línea recta, para no perderse. Cuatro cuadras al norte, hasta el supermercado. Dos cuadras hacia el oeste, para ir a la farmacia. Ya no tejía, ni bordaba, ni arreglaba su ropa vieja. Tampoco se compraba nada. Al banco, sí, a cobrar la jubilación una vez por mes, pero en taxi. ¿El dinero? Guardado, por las dudas. ¿Y a quién se lo había dejado? Y entonces una lágrima de añoranza, tristeza o quizás de remordimiento corrió por su mejilla pálida.
Gabo cambió de tema para no perturbarla. En cambio a mí, si vieras, Nilda, no me dejan descansar. No paro de protagonizar velorios, esté o no esté mi cuerpo allí presente. Se agotaron por mi causa las rosas amarillas, y hasta quieren repartirse mis cenizas. Todos dicen tener como libro de cabecera Cien años de soledad, pero no creo que lo hayan leído. ¿Tampoco tú, Nilda? No, lo había empezado cuando era joven, pero no pudo seguirlo, la puso muy nerviosa.
Cada vez con más pasión, García Márquez deseaba volver a la vida para convertirla en protagonista de una de sus historias inolvidables. Empezó a mirar a su alrededor, buscando con quién negociar la reencarnación en algún discípulo promisorio.
—¿Tú también quieres regresar, Nilda? Déjame intentarlo a mí, se supone que tengo más influencias. ¿En quién quisieras reencarnarte?
—En un gasista matriculado.
—¿Un gasista matriculado? ¡Qué ocurrencia, tú sí que eres original!
—Es mediados de abril y allá de donde vengo pronto empieza el frío.
—¿Y eso a nosotros en qué nos afecta?
—Tendría que ir personalmente, no tengo cómo avisarles…
–¿Qué quieres avisarles, que es otoño, que llegará el invierno? Ya se darán cuenta solitos.
—Que no enciendan el calefactor —y las últimas palabras se le escaparon con un chillido histérico.
—Pobres tus parientes, ¿por qué no habrían de prender el calefactor?
Nilda se levantó y comenzó a caminar en zigzag, exaltada, como si hubiera escuchado una alarma de incendio o sentido olor a papel chamuscado. O lo que es peor, como si hubiera percibido el rencor de sus sobrinos. Con angustia, dijo:
—Porque con los ahorros que allí escondí, toda la familia podría haber dado la vuelta al mundo. FIN
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