Todo lo que me hacía sonreír al estar con mis abuelos, empiezo a  experimentarlo ahora en mí; como si quisiera emularlos,  para revivir la alegría y gracia de su vejez.

Mi abuelo despertaba a las seis de la mañana, sin importar si era lunes o domingo. Inmediatamente  iba  a darle cuerda a su gran reloj de pared.  Era un Cucú, finamente  tallado, que uno de sus hijos le había traído de la pintoresca Suiza. Fascinados por ese magnífico presente, mis abuelos se acostumbraron rápido a todos los sonidos estridentes que emitía: el canto de las doce y el propio segundero podían interrumpir una conversación, y, hasta el mismo sueño. Ese gran señor de madera, de tan marcada presencia atrapaba la atención de todos. Y siempre nos sacaba una sonrisa pueril. La visita a los abuelos se convertía en un tiempo armoniosamente cronometrado. Mi abuela se levantaba media hora después. Él ya había colado el café. Por fin, al salir de su cuarto, ella recorría el pasillo, con un paso muy particular: arrastraba un poco las pantuflas y era tan rítmico como el tic tac del cucú. Al llegar a la cocina comenzaba toda la planificación del día. Si el reloj estaba programado para cantar cada quince minutos, eso le ayudaba mucho más a tener todo listo a tiempo. Cuando de cocinar se trataba, ella se movía como en un valse: precisa, suave y plena de arte. Nosotros despertábamos con el cucú, el pantufleo de mi abuela y oliendo el aroma del café fresco, arepa de trigo asada, y a la cebolla, ajo y tomate del perico. Mi abuelo en ese lapso había ido a comprar El Universal y la gaceta hípica. Regresaba justo a la hora. El cucú cantaba las ocho. Nosotros nos sentábamos a desayunar con un apetito voraz y eso le encantaba a mi abuela. Comentábamos una y otra vez las anécdotas más graciosas en la mesa: ” ¡abuelo cuéntanos cuando ibas a matar a palos a mi papá con un paño!” Mi abuela también reía a carcajadas y mientras recogía los platos vacíos, nos anunciaba lo que comeríamos en el almuerzo y en la cena.

Cuando dormía en casa de mis abuelos el pajarito lo acallaban, pero el segundero del gran reloj retumbaba en todo el apartamento. Yo lo oía largo rato como intentando entender un  rumor, una historia en otra lengua. A veces era adormecedor, a veces terrorífico. Me imagino que dependía de la fantasía que ese día se antojara despertar en mi mente. Y así terminaban y recomenzaban esos días, rodeados de ese afecto llano y desbordado.

Ahora escucho mi propio segundero. En mi casa también hay un reloj en un sitio visible. Es redondo, de plástico negro y funciona con una pila. Lo miro desde la mañana y planifico mi día, mientras disfruto el aroma del café y saboreo con gusto el pan tostado con natilla y mermelada.

El tiempo ha pasado, pero la  presencia invisible de mis abuelos sigue viva.

Fin.

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