La mujer más bella del mundo

La mujer más bella del mundo

PicsArt_12-30-04.16_.38_5.jpg La mujer más bella del mundo nació en la posguerra, aquellos años difíciles en los que se carecía de lo básico para subsistir. Era la mayor de cinco hermanos (aún le brilla los ojos al recordar que, siendo una niña, era la encargada de hacer la comida para la familia mientras su padre trabajaba en la huerta y su madre iba a vender a los pueblos cercanos los productos de la huerta, eso si había sido un buen año, si no, Isabel llenaría el carro de sus bonitas macetas a ver qué la daban por ellas). Su padre, Manuel, con los años se reía al contar a los nietos cómo aprendió Ana a cocinar:

– Yo le decía: » Muy ricas las migas, el próximo día no eches tanta sal. Y los torreznos… mejor si no los dejas tan negros.»

Incluso en una ocasión nos contó cómo tuvo que encerrar a la pequeña Ana, de tres años, en la casa:

– Estábamos la abuela y yo sembrando a mano en la huerta y, cuando miramos para atrás, mi Ana había ido a nuestras espaldas arrancándolo todo.

«Mi Ana… » Se me olvidó mencionar que la mujer más bella del mundo, esa rubia, de ojos azules (parece un tópico, pero es cierto), de belleza serena, de esa que llega al alma… esa mujer es mi madre.

Como ya he dicho, fueron tiempos difíciles en los que aprendió a leer y escribir gracias a una maestra, de esas entregadas a su trabajo, que iba por las huertas cercanas al pueblo enseñando lo básico. A pesar de empezar a trabajar en casa de unos ricos labradores a la temprana edad de 10 años, siguió practicando la lectura. ¡Qué cantidad de periódicos llegó a acumular en casa! La televisión no era una de sus pasiones, pero eso de leer sobre cómo iba el mundo… eso era otra cosa.

PicsArt_12-30-04.19_.13_1.jpg Después del trabajo en las casas vino un despacho de pan en el centro del pueblo al lado de donde se ponía el mercadillo. De esos años siempre cuenta la misma anécdota: la de aquella vez que una señora llegó con prisas porque, después, quería ir a comprarse un sujetatetas. ¡Cómo ríe al recordarlo! Bendita la inocencia que nos devuelve los años.

Allí conoció a Severiano, un mocito nueve años mayor que ella: mi padre. Utilizar la palabra mozo es evocarle: hombre de llanto fácil, le vi varias veces llegar a casa compungido por el fallecimiento de algún mozo (bueno, mozo para él, que, si no había pasado por el altar, así los consideraba aunque tuvieran 90 años).

Mi padre, un hombre que no supo crecer o, quizás, a quien crecer no le importó hasta que no fue demasiado tarde, hasta que la vida se lo comió todo y le devolvió a sus raíces.

PicsArt_12-30-04.50_.45_1.jpg Vivimos sabiendo que estamos de paso, pero siendo inconscientes del valor de nuestros recuerdos. Para mi madre la infancia fue eso que ocurrió mientras cuidaba de sus hermanos; la madurez transcurrió entre hijo e hijo, anulada (por opción propia o tal vez no) completamente como persona por su dedicación a ellos.

El tiempo pasa, los hijos crecen, pero, en  este caso, apenas quedan reminiscencias. El alzheimer avanza lentamente, se come todos los malos momentos del pasado, pero también vacía los buenos.

Ana, con 60 años, tiene un cerebro de una persona de 80, torpe en sus movimientos y con sus vivencias de la infancia casi intactas, reconoce (todavía) a sus seres queridos; feliz, ya no hay problemas que la atormenten. Durante los últimos años ha recorrido casi toda España, ha soportado terremotos e inundaciones (o así se lo hace creer su frágil cerebro, que llena los pequeños vacíos temporales con imágenes importadas de la televisión).

«Los días se confunden y el principio del atardecer es una nube que oculta al sol», como ella dice.

                                           Fin

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