Gris memoria en sepia

Gris memoria en sepia

Acaso todas las paredes fueron grises, de mañana o de tarde sin importar la posición del sol.  Mira, solo algunos sonríen a la cámara. Diría que a buen ojo esa pose relajada te delata, recién habías almorzado.

El reloj despertador de doble campana no se anda con chiquitas, lanza su estruendo. Veo a Gabriela que intenta desprenderse del enredón de sabanas y chilla, mamá corre, la auxilia y descubre un rostro enrarecido. Otra pesadilla, dormida o despierta su historia de espectros acechantes ya es habitual como su mutismo.

No olvido esas mañanas, el aroma perfumado del jabón en la cara recién lavada y el guardapolvo almidonado.

No suelo dar por hecho, ni tan segura, sin saber a qué me arriesgo. Pero puedo apostar que fue después del mediodía, la foto digo. Mira, estos ya están muertos o ya no están, no son. Como quieras.

El patio angosto y largo amparado por columnas de cemento, un techo de chapas sobre él, los malvones de tu tía Amalia, mi madre. ¡El gallinero! ¿Recordas el gallinero? Pobres bichos, encerrados en la dulce jaula de los condenados, rascando el suelo y picoteando las piedrecillas.

Vamos a jugar al galponcito, Gabriela es la maestra y nos enseña a deletrear lo que va escribiendo en el pizarrón, pero la tiza brinca súbitamente entre las letras con tal destreza que prescinde de su mano. Mamá corre, la auxilia y la aprieta contra su delantal enharinado, ella chilla.

Ves ahí, a la derecha detrás del tío Sebastián, canchero y sonriente (uno de los que sonríen) nuestra tía-abuela Esther que según dicen tenia visiones, mal cuidadas porque de ellas alguna se fugaba y atormentaba a mi hermana. Confusión, desconcierto amontonado en las pupilas negras y vidriosas de esos ojos que no alcanzaban el llanto.

Hay festejos de cumpleaños y el aroma a vainillina se pasea por la cocina. Un bizcochuelo con corazón de chocolate, otro de crema. Que fastidio, nos colocan en fila y llegan las visitas. ¡No te limpies mis besos! Dice la tía Rita y me pellizca una mejilla. Los niños somos como enanos sin palabras que decir ni justicia que reclamar, no compartimos habitación ni mesa. No está permitido.

Tu papá sostiene un pequeño vaso y tu madre ¡que linda! Cuanto la quería. Creo que me reconoció ese día de visitas en la residencia de ancianos. Descubrí su enflaquecido cuerpo bajo las cobijas para aliviarla de la sofocación y no he querido pensar en ello desde entonces.

Si, ya se, esos son los abuelos de los que mi mamá reclamaba vaya uno a saber qué cosa porque lo hacía en un tono de enojo contenido y taladraba la cabeza agotada de pesares de mi padre.

Hay lasagna porque es domingo, descorridas las cortinas el sol juega a descomponer un haz de luz en la jarra de cristal sobre la mesa tendida. Nada por decir, conocemos las reglas del comportamiento y la buena educación: ambas manos a los lados del plato y el tenedor presto a preparar el bocado. Suelta el utensilio, se mira las manos, tensa y encorva los dedos, balbucea incongruencias, abre los ojos como queriendo arrojarlos de sus cuencas. Entonces mamá se incorpora, la auxilia, la calma, ella chilla.  Papá frenético y descontrolado arroja su plato contra el piso en medio de palabras que se pierden lentamente por el pasillo que da al jardín.  

Mira estoy empezando a pensar que fue un día de lluvia, la primavera suele ser lluviosa en Buenos Aires. ¿El del uniforme GRAFA quien es? Tan pituco.

A ella no puedo ignorarla, ésta de acá, sí, mi tía Elmira. Soltera, coqueta, desprejuiciada, envidiada en silencio por las mujeres atadas al costumbrismo. La admiré en su soltura y desfachatez autosuficiente, en su tránsito apasionado por la vida.

Hay pacientes que esperan de pié, nosotras tres llegamos a tiempo para ocupar las ultimas butacas. Una recepcionista grita los apellidos y se abre la puerta al consultorio, en él un sillón alto es iluminado por la potente luz que pende sobre el cabezal, en tanto un brazo mecánico deja ver en su extremo la punta del explorador macabro. Es el turno de Gabriela, se sienta, abre la boca y cuando los dedos se introducen aprieta las mandíbulas como un depredador, la medica grita y con su mano libre le asesta un cachetazo.

¿Cuántos años tenias? Imagino que seis o siete, pantalones cortos, casquito. Habrá sido duro crecer como hijo único cargando sobre los hombros tantas expectativas paternas. Por eso la Filosofía, las Letras ¿no?

Podemos intentar una copia a color. No, tenés razón parecería raro. Casi todo era gris en  ese entonces.

Me llevo una, gracias por el obsequio. Un rato mas y entramos, no hay restricción para visitas te piden que seas breve, que no esperes nada, que hables poco y en lo posible sin contacto. Yo la abrazo a veces, cuando tiene la mirada más distante, cuando los fármacos ahuyentan la locura.

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