Mi hermano andaba ya cerca de los cuarenta años, yo tenía treinta y pico, y estábamos jugando un partido de chapas sobre el suelo de cemento del garaje en la nueva casa de mis padres.
Era la tarde de un lunes gris de mediados de otoño y habíamos ido allí para ayudar a cambiar unos muebles de lugar. Poco después, estábamos arrastrándonos por el suelo del garaje como solíamos hacer de niños, en torno a las líneas de juego trazadas con yeso blanco que delimitaban el pequeño campo de fútbol dibujado a escala, todo con el objetivo de sorprender y hacerle un tanto al rival.
A mi padre le quedaba poco tiempo para su jubilación, y él y mi madre acababan de mudarse a un cómodo chalé adosado en un pequeño pueblo a treinta kilómetros de la ciudad. Un par de años antes habían puesto a la venta el viejo piso en el barrio. Ese fue el tiempo que debieron esperar hasta dar con un comprador dispuesto a ofrecer una cantidad razonable por su antigua vivienda.
Aquella tarde ―con los muebles ya emplazados―, mientras tomábamos un aperitivo en el salón y mirábamos un programa de subastas en la televisión, mi padre nos dijo que los de la mudanza habían sacado del viejo trastero todo lo que allí quedaba y lo habían dispuesto en cajas, que después apilaron contra una de las paredes del garaje. Nos dijo que echásemos un vistazo por si había algo que de allí quisiésemos rescatar.
Encontramos algunas cosas interesantes, hacía tiempo olvidadas, principal aunque no exclusivamente, de nuestra más tierna infancia. Pero, de entre todo lo que allí había, dos cosas destacaban por encima de las demás.
Estaban en primer lugar los equipos de fútbol de chapas: el Athletic Club de Bilbao y el Fútbol Club Barcelona de la temporada 89/90. Plantillas confeccionadas a la sazón con chapas de botellines de cervezas, batidos, refrescos. Uno de los equipos era de Julián y por él en su día había sido diseñado. El otro era mío.
Observamos asombrados aquellas plantillas que tan buenos ratos nos hicieron pasar. Todo estaba allí: las chapas con imágenes recortadas de cromos de futbolistas de la época, la caja de cerillas que hacía de portero, los pequeños dados que eran balones, los recortes de cajas de zapatos infantiles con que hacíamos las porterías…
Caí en la cuenta de que por aquel entonces yo no debía de tener más de ocho o nueve años de edad y un escalofrío me recorrió la sangre.
En otra de las cajas, junto a antiguos libros de EGB y cuentos infantiles, Julián descubrió un viejo álbum de cromos: una magnífica colección de monstruos que, de entre tantas que de niños habíamos completado, parecía ser la única que, por haber permanecido oculta, había logrado abrirse paso en el tiempo.
―Mira ―dijo Julián, entusiasmadamente―. No me acordaba de esto. No sabía que estuviese aquí. Hice esta colección de pequeño hace mucho tiempo.
Miré hacia dónde él estaba. Vi el álbum en sus manos.
―¿Cómo que tú la hiciste? Los dos hicimos esa colección.
―De eso nada, esta colección la hice yo solo ―dijo sacudiendo la cabeza de un lado para otro.
―Sí, y una mierda ―dije yo―. Para empezar, ¿quién crees que forró así el álbum para que aguantase y no acabase en la basura como todos los demás? Fui yo, majete, hace mucho tiempo.
Colocamos el álbum sobre una caja que nos quedaba a la altura de la cintura, lo abrimos y comenzamos a pasar páginas.
―Este es el que más me gustaba ―dije cuando alcanzamos el final, señalando el cromo número 209 de la colección―: el Viejo Jimmy. Era uno de los más difíciles de conseguir: el esqueleto del Viejo Jimmy.
―No. No era tan difícil ―dijo Julián―. Este lo era más, el número 210, el último de la colección: el Fantasma Japonés.
Tras un silencio Julián sufrió un acceso de tos ―no hacía mucho tiempo que había dejado de fumar―, luego ―cuando se hubo calmado un poco― me miró y frunciendo su entrecejo peludo pronunció:
―¿Y si nos jugamos el álbum a una partida de chapas?
De manera que ahí estábamos los dos, bajo la luz del color de la mantequilla que emitía una bombilla colgada en el techo, dos adultos disputando una partida de chapas por una reliquia hacía tiempo olvidada.
A los pocos minutos de haber comenzado el encuentro mi equipo iba ya por debajo en el marcador. Andrinúa y Eskurza adelantaron al conjunto vasco con sendos lanzamientos lejanos que Zubizarreta, inexplicablemente, no pudo atajar.
No fue hasta el inicio de la segunda parte que empecé a reaccionar. Adelanté la posición de mis laterales, abrí los centrales y los huecos empezaron a aparecer. Enseguida filtré un balón en la frontal del área que Salinas no tardó en aprovechar. Era el dos a uno. Las esperanzas de la remontada aumentaban. Julián, con una voz que parecía haber tomado prestada de su adolescencia, dijo: «Vaya potra, chaval».
Era evidente que estaba nervioso y seguí atacando hasta lograr el gol del empate, que llegó cerca del área chica, con un disparo cruzado de José Mari Bakero.
No había tiempo para más. El partido había acabado en tablas.
Disputamos una prórroga de apenas cinco minutos de duración y, al concluir, todo seguía igual.
Aquello tendría que decidirse en los penaltis.
Seleccionábamos lanzadores cuando una melodía procedente del bolsillo de Julián irrumpió. Se puso en pie. Sacó el teléfono. «Sí. Sí…», decía. «Sí. Vale». Quien llamaba era Ruth, su mujer, y, por algo relacionado con unos «papeles» y el «Ministerio» de no sé qué, tenía que salir pitando de allí.
Acordamos ponerle fin a aquello en otra ocasión y se marchó.
Han pasado unas semanas desde entonces. El álbum sigue en mi posesión. Hace días que Julián no menciona nada de la tanda de penaltis ni del asunto en cuestión. Puede que aquello fuese tan solo algo pasajero. Es probable que muy pronto ya se haya olvidado de ello.
FIN
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