Anoche soñé que volvía a Can Costica. Allí pasé tantos veranos de mi vida que la sensación que me deja el sueño me lleva a recordar.
Can Costica es una masía de piedra en la comarca catalana de la Garrotxa, alejada del mundo, no es fácil de encontrar; en un valle rodeado de poderosas montañas, se accede por un sendero perfilado por árboles frondosos, y es que por allí no se pasa, a Can Costica vas. Recuerdo que ese camino se llenaba de misterio cuando lo recorrías de noche, lechuzas deslumbradas por las luces del coche levantaban majestuosas el vuelo, y se convertía en una travesía inquietante; de niña trataba de silenciar los murmullos de mi mente ante los sonidos que nos evocaba el bosque. Pero a mí aquel espacio me serenaba el alma.
Can Costica fue construida allá por el mil seiscientos y pico. En los 80 era el sueño de mis tíos, vivir en la montaña, reconstruir una casa antigua, que entonces fue una ganga, y optimistas con sus capacidades de restauración emprendieron ese proyecto vital que nos implicaría a todos, la compraron prácticamente derruida. Sólo la estructura inicial aparece como esa masía típica de base rectangular y techo de dos aguas, luego fueron añadiendo estancias y el resultado fue una masía enorme con mucho por restaurar.
En invierno eran cuatro, mis tíos y sus dos hijos, pero Can Costica se llenaba de gente cuando llegaba el verano. Y aunque las piedras de esa casa se impregnaron de nuestras vivencias, fuimos conscientes de que mil historias debían de encerrar esas paredes. Un día apareció una escalofriante pata de palo; luego la foto color sepia de una mujer vestida de negro con un trenzado que le cubría la cabeza y un semblante tan serio, que nos incitaba a inventar las más misteriosas historias, a todos mis primos, a mis hermanos y a mí.
Y llegamos al convencimiento de que esa señora de la foto debía ser una masovera, al servicio de los que la natalidad dotó de abolengo, porque allí se labraban las tierras, y también se vendimiaba, por eso había dos cubas enormes de vino en una bodega que por su tamaño no habían entrado ni por la puerta ni por la diminuta ventana, así que también pensamos que allí mismo fueron armadas. También supimos que en la historia de aquella casa había un predominio de mujeres, diría yo que una cierta tendencia al matriarcado; y lo curioso es que esto siempre ha sucedido en mi familia, quizá ese lugar tenga una tendencia a imantar el predominio femenino. No tuvimos más común que un espacio, ni siquiera un tiempo, lugares comunes con aquellas que nunca conocimos.
Pero la nuestra fue otra historia. Creo que allí pasé los mejores momentos de mis veranos de infancia y adolescencia: fue Can Costica, fueron mis tíos…
Angels, mi tía, intentaba enhebrar una aguja para coser unos cojines con retales de cretona, su pelo recogido en un moño con un lapicero -a la luz de una lamparita de esas antiguas de tulipa rosa de cristal opaco, con base de bronce- acompasaba un ligero vaivén de su cuerpo con una melodía en la que una mujer con voz desgarrada cantaba; me miró por encima de sus lentes metálicos, redondos, tipo John Lennon : “¡Me encanta!”- susurró -“¡es Janis Joplin!”. Pero en realidad no me lo decía a mí, se lo decía a sí misma, en cambio yo ahí descubrí quién era esa mujer, su Bobby McGee, y muchas cosas más, aprendí a que me gustasen unas y no otras tendencias, sin quererlo me inculcó un sentido de la estética, un gusto que ya siempre hemos compartido. Como también compartimos largas conversaciones.
Luis, mi tío, era maestro de escuela rural, y no sé si por vocación o por evasión nos ingeniaba escuelas veraniegas. Un día pegó un mapa del mundo a un corcho, y nos hizo construir dardos, cada uno con la bandera y capital de un país: una diana geográfica. Hoy lo recuerdo como una de las formas más ingeniosas de inculcar la pesada geografía. También allí aprendimos a entusiasmarnos con el trabajo manual, con la restauración de lo viejo y entendimos que todos, si queremos, podemos. Pintamos paredes, pusimos suelos de madera, barnizamos ventanas, tiramos algún muro… y entendí lo que suponía el placer de habitar una estancia que tú mismo has restaurado.
Y las excursiones al río en un Dyane 6 azul, que se hacía descapotable y que me encantaba, y a medida que te adentrabas en la montaña respirabas ese aire más fresco, más natural; como natural esa forma de bañarnos, desnudos, y es que esos mayores jóvenes, sin darse cuenta, nos impulsaban a ver la vida desde la liviandad, ¡cuánto les debo a ellos!; y bajo esa estupenda parra que nos ayudaba a combatir el calor estival, también disfruté de la lectura de mis primeras grandes novelas, novelas para el verano, allí leí a “Ana Karenina” . Y tantos recuerdos…
De mi sueño no recuerdo demasiado, sólo sé que estuve allí, y eso que ya Can Costica no nos pertenece. La sensación que tuve al despertar es esa “saudade” de la que hablan los portugueses, esa especie de añoranza que aunque nos aflige, nos hace en el fondo sentir felices porque se extraña aquello que se ha querido, aquello que merece la pena recordar. ¿Que tendrán esos lugares de verano de nuestros primeros años de vida que tanto nos inspiran?. Nos llevan a conectar con lo más esencial. Yo creo que hay algo de esa ingenuidad y de ese asombro que hoy no quiero soltar. Y seguro, hoy, en las paredes de Can Costica anda impresa aquella melodía que tanto escuchamos de Jaume Sisa en la que todo el mundo era bienvenido y que tantas veces compartimos:
«Oh Benvinguts!Passeu, passeu, de les tristors en farem fum, a casa meva és casa vostra, si es que hi ha, casa d algú…”
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