Sakuri llegaba al colegio de la mano de su padre, como cada día últimamente. Ella lo prefería. A sus ocho años ya se lo había pedido con insistencia. Su madre, María, se había sentido un poco desplazada ante tal petición, ya que siempre había sido ella quien la acompañara, sin embargo la niña ahora prefería la presencia de su padre Manuel, que se sintió orgulloso cuando se lo pidió rodeando su cuello con sus bracitos. Ambos padres se miraron y Manuel, enternecido, se dejó arrastrar por esa mirada de ojos rasgados.
Por la noche comentaron la demanda de su hija. Quizás echase de menos la presencia masculina, ya que Manuel solía tener horarios más extensos que los de María y no podía ir a buscarla al colegio nunca, ni ayudarla con sus deberes. Bien, si la niña lo reclamaba ellos ayudarían a cumplir su pequeño deseo. Solo querían que fuese feliz.
Sakuri, en su habitación por la noche, se sintió feliz. Había podido convencer a sus padres. Sabía que no le costaría mucho. Ni siquiera pensó en que ellos sospecharan realmente el por qué de su reclamo. Hacía semanas que ella se sentía amenazada por un niño de su clase que la había tomado con ella. Cuando la veía se burlaba de sus rasgos, con sus dedos estiraba de sus párpados hacia fuera para rasgarlos, le sacaba la lengua y le profería palabras despectivas como “chinita, come aloz”, “rollito de primavera”, y otros del estilo. Sakuri solo agachaba la cabeza, avergonzada e incapaz de defenderse. Ese niño ni siquiera sabía que era japonesa y no china. Pensó que en unos días acabarían las burlas, sin embargo algunos niños más se habían unido a apoyarlas con sus risas y habían formado un pequeño grupo intimidador.
La niña había llegado a perder el apetito por la angustia que le generaba encontrárselos de frente. Evitaba ir al baño para que no la siguieran y acosaran con sus bromas. Durante la hora del patio, que era especialmente conflictiva, la pasaba pegada a las faldas de alguna profesora en vez de jugando con sus compañeros, para que no se atrevieran a acercársele. A la salida se escabullía la primera colándose entre la gente como una anguila, justo para no darles ocasión de encontrarla sola. Su madre, que era muy puntual, la esperaba siempre en la puerta. Y era cuando Sakuri respiraba y se relajaba un poco, hasta la mañana siguiente.
Por eso había pensado que si la veían por las mañanas, agarrada de la mano de su corpulento padre, verían que había alguien imponente a su lado, que la podía proteger y eso les podía disuadir de seguir con las bromas.
Se sentía segura cogida de su mano. Lo miraba desde abajo. Era tan alto, con su abrigo gris, larguísimo, sus zapatos negros de cordones, perfectamente relucientes, su olor a perfume, y en su otra mano el maletín de piel. Adoraba a su padre y la seguridad momentánea que le hacía sentir.
Ojalá funcione, pensaba. Mientras mantenía sus dedos cruzados dentro del bolsillo de su abrigo.
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