Al llegar de la escuela por las tardes, con los libros terciados y las trenzas jugándole en la espalda, veía ahora a un desconocido que hablaba en voz muy baja con su padre. No podía imaginarlo, pero ese hombre iba a ser su marido. En aquellas visitas vespertinas se negociaban los términos del trato.
Se lo dijo su madre cinco semanas antes de la fecha acordada. Y le dijo también, quizá por consolarla, que él era buen cristiano. Además era trabajador y había estudiado. No le contó del antiguo pacto que tenían con su familia ni quiso revelarle que él ahora sólo era dueño de una inmensa pobreza: corría 1908 y los mil días de guerra de comienzos del siglo habían arrasado con la hacienda paterna.
Ella quiso saber dónde iban a vivir. Pensó que no debía ser lejos de la casa. La respuesta fue sólo: “en otro pueblo”.
Desde entonces no fue más a la escuela. Por las tardes espiaba, oculta en la cocina, los gestos y la cara de su futuro esposo. Después aparecía en la sala llevándole un café, el obligado gesto de cortesía impuesto por su madre. A falta de otra arma, fulminaba con sus ojos clarísimos al intruso. Solo una vez logró una mejor forma de venganza cuando fingió un descuido y le derramó encima el café hirviendo.
En las últimas noches que tuvo antes de irse intentó imaginarse la vida sin las cosas que habían sido suyas hasta entonces: las clases en la escuela, las amigas, la plaza, la cama con dosel, la yegua en la que paseaba los domingos, el piano… No iba a poder llevarlo, pero tal vez allá a donde iban habría otro, o él podía comprarle uno si ella se lo pidiera…
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El día de la boda la vieron muy temprano saliendo de la iglesia del brazo del extraño. Se despidió de todos. Algo en ella le decía que no volvería a verlos. Pero no derramó una lágrima. Llorar no estaba en ella.
La esperaban siete horas a caballo. Un tortuoso camino de herradura.
Dos mulas iban delante con el ajuar: los vestidos, la vajilla, los adornos, las sábanas. Del mundo que dejaba llevó su chal bordado, unos guantes de raso que le habían regalado de cumpleaños y un muñeco de trapo.
Iba sola en la yegua. Montaba bien. Eso le hizo menos arduo el viaje.
Casi no hablaron. Sólo cuando él le preguntó si quería agua y cuando se detuvieron a almorzar. De la alforja sacó ella unos tamales que la criada llorosa les había arreglado para el camino. Y él le dio a beber unos sorbos de chicha que traía. Ella no la había probado nunca.
Cuando cayó la noche vieron el pueblo. Creyó ella que ya habían llegado, pero siguieron de largo. Iban a una vereda. Por fin se detuvieron junto a un rancho. Al entrar, ella vio que no había casi nada. Una mesa, dos sillas estropeadas, la cocina con el fogón de leña y el horno para el pan. En el cuarto, la cama, un crucifijo sobre la cabecera y una mesa pequeña con una vela encima.
Aunque exhausta, empleó mucho tiempo en disponer los objetos que llevaba; quería de algún modo reconstruir su casa, que estaba ahora a leguas de distancia. Pero no pudo. Nada se acomodaba…
En el cuarto, desdobló uno a uno sus vestidos y los dejó en la mesa. En el fondo del baúl estaba el camisón de bodas. Su madre la había instruido: debería ponérselo y tenderse en la cama esperando al marido. Lo tomó entre las manos. Era hermoso. Se desvistió de prisa, se enfundó en él tan pronto pudo y se escondió bajo las sábanas nuevas. Intuía que él la estaba espiando tras la puerta.
Cuando lo vio entrar estaba ya desnudo. Tuvo miedo. Cerró los ojos. Un momento después lo sintió al lado suyo. Apretó los párpados con fuerza y trató de no pensar, pero sus pequeñas rodillas se estremecieron con un temblor imperceptible. Sintió entonces el dolor que le desgarró el cuerpo como un rayo. Pero no se quejó. Cuando terminó todo, intentó descansar. Sólo al amanecer pudo dormirse.
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Había cumplido catorce años cuando nació Gilberto. Le parecía a veces acunar todavía a su muñeco, con el que no había terminado de jugar. La vida que dejó atrás se iba desdibujando velozmente. La de ahora era poco más que cocinar, zurcir, lavar y amamantar.
Pero él no era un mal hombre. Se esforzaba por llevar a la casa el sustento, que ganaba con el sueldo de maestro en la escuela rural. Y quizá la rudeza y el mutismo de los primeros días le habían dado paso a algo de ternura…
Después de nacer Emma, la segunda, él consiguió un empleo de escribiente y se fueron al pueblo. Allá habrían de llegar ocho hijos más… y habrían de pasar casi seis lustros, sin que supieran cuándo.
En ese largo tiempo, ella fue haciéndose a esa vida austera y abnegada.Y él se consagró a velar por ella y por los niños.Y ella aprendió a tomar las riendas de la casa.Y él se volvió cada día más manso y afectuoso.Y ella, sin darse cuenta, fue aprendiendo a quererlo.Y él terminó entendiendo que la necesitaba.
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Fue idea de ella. Lo había ido convenciendo en las charlas nocturnas, después de que los hijos se dormían: debían emprender el viaje definitivo a Bogotá. Valía la pena. Desde allá les llegaban las noticias de los que se habían ido: becas para los chicos, un trabajo mejor, una casa más grande.
Al fin él accedió. Ya sabía de sobra que debía confiar en ella para todas las cosas…
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Hoy, veinte años después, hay una fiesta. Son los padres del novio, el último en casarse.
Estos son buenos tiempos… Medio siglo de esfuerzo, penuria y sacrificios ha dado ya sus frutos.
Una hija les toma esta foto radiante mientras bailan.
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